XVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Rosalino Dizon Reyes.
El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad (Rom 8, 26)
La perfección de Dios es el principio de su generosidad desprendida, su paciencia
indulgente y su vista perspicaz.
La liberalidad perfecta de Dios no se conforma con la norma humana de devolver
mal por mal, bien por bien. Nuestro Padre celestial es bondadoso con los justos y
los injustos».
Está muy seguro además el Poderoso perfecto de su soberanía universal. Nadie
puede desbaratar sus planes. Por eso, no le inquietan los triunfos temporales del
mal.
El que escudriña perfectamente los corazones también percibe mejor que nosotros.
No desdeña a la gente más pequeña, inculta, ni aun a los denominados pecadores
públicos e inmigrantes ilegales. Al contrario, los valora y les revela los secretos del
reino. Y su Hijo hace de estas personas una comunidad pequeña destinada a
convertirse en el pueblo regio—acogedor y cada vez más grande—de Dios. Ungido
con el Espíritu y enviado por el Padre a evangelizar a los pobres, Jesús comparte
con sus discípulos su Espíritu y su misión de contagiar a todos con el Evangelio.
Sí, Jesús se sirve incluso de los de fe vacilante. Los desafía, exhortándoles a
procurar la bondad sobreabundante abierta por igual a los buenos y a los malos, y
a vivir según las bienaventuranzas.
Dios mira, sí, a los considerados como nada por el mundo y hace obras grandes por
medio de ellos. Así queda claro que todo depende de Dios y que él solo lo tiene
todo bajo su cuidado, lo que significa que sus escogidos no deben agobiarse.
Seguros cuando inseguros, por don de Dios, y sabios mientras necios, no sienten la
necesidad de mostrarse poderosos por recurrir sin más a remedios drásticos que
causan más perjuicios que beneficios. Bien saben que «muchas veces se estropean
las buenas obras por ir demasiado aprisa», por citar a san San Vicente de Paúl
(IV:499)
No, los elegidos de Jesús no juzgan antes de tiempo. Son como el labrador que
aguarda la lluvia con paciencia y la cosecha con esperanza.
Ni se impresionan fácilmente con las apariencias, ni siquiera con un despliegue
ostentoso de poder. No apetecen grandezas, atraídos más bien por los humildes, a
imitación del que ofrece su carne y su sangre como alimento vital. Predicando sobre
todo con el buen ejemplo (XI:179), fermentan pacientemente, mejor que
adoctrinan, la humanidad entera con la levadura evangélica. Su destino final será el
del primogénito de los muertos, de los anonadados, hecho luego las primicias de la
resurrección, la anulación de los que son algo a sus propios ojos, y la perfección de
los imperfectos.
Con permiso de somos.vicencianos.org