XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Rosalino Dizon Reyes.
Ser imagen de su Hijo (Rom 8, 29)
Lo más sabio e inteligente que los hombres podemos hacer es buscar el reino de
Dios. Es que este reino representa la totalidad de nuestras óptimas aspiraciones.
Formar parte del reino es lograr el sumo bien inagotable que da paso a más bienes.
En cambio, gozar solo de bienes agotables y no ser del reino es acabar sin ni aun lo
poco que se posee.
Sin pertenecer al reino, nos sirve de nada ganar siquiera el mundo entero. Merece
el reino todas nuestras oraciones fervientes, todos nuestros esfuerzos, los riesgos
que asumimos, toda la riqueza que tenemos y podemos gastar para adquirirlo.
Quien entiende esto seguramente reza humildemente y, por eso, se le concede el
discernimiento para avanzar del pasado y del presente hacia algo nuevo.
Y lo nuevo ya está brotando, ¿no lo notamos? Está cerca el reino; lo instaura Jesús,
sanando a los enfermos, asistiendo a los desvalidos, resucitando a los muertos,
evangelizando a los pobres y acogiendo, sin juicios prematuros, a gente de toda
clase.
Él es el primero de todos los entendidos del reino que sacan del arca lo nuevo y lo
antiguo. No es como los catedráticos que están estancados en la conservación de
sus costumbres y enseñanzas—y quizás de su exclusivismo o clericalismo
privilegiado. Jesús, haciendo algo diferente, provoca asombro: «Este enseñar con
autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen».
Es decir, Jesús está concentrado en hacer el bien, en vivir la justicia, la misericordia
y la fe que obra mediante el amor. Y a nosotros, para alcanzar el reino, nos basta
con ser discípulos auténticos del Maestro. Él es la figura central que trasciende las
tradiciones, doctrinas, constituciones, estructuras, plataformas y pastorales, si bien
de ellas no podemos prescindir los hombres. Pertenecer al reino de Dios consiste
sobre todo en vivir y permanecer en Cristo, por seguir la indicación de la escuela de
espiritualidad francesa.
Por eso, nos conviene acordarnos, como quiere san Vicente de Paúl que hagamos,
«de que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y que hemos de morir
en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en
Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir
como Jesucristo» (I:320). En él comienza, continúa y termina la búsqueda del reino
de Dios.
Y si comulgamos realmente con Cristo y sus queridos pobres—lo que se significa y
se realiza en la Eucaristía—participaremos ciertamente de su dicha predestinada,
pues de nosotros también será el reino de los cielos.
Con permiso de somos.vicencianos.org