DÉCIMO OCTAVO DOMINGO ORDINARIO, CICLO A
(Isaías 55:1-3; Romanos 8:35.37-39; Mateo 14:13-21)
En los conventos de los frailes dominicos solían servir la comida de una forma
insólita. En vez de servir a los superiores primeros, comenzaban con los más
jóvenes en la comunidad. La costumbre tuvo su origen en el tiempo de Santo
Domingo, fundador de la orden. En sus primeros años los dominicos en Roma
vivían en el convento de San Sixto, de lo cual salieron algunos de su número
todos los días para mendigar el pan en las calles. Un día los frailes mendicantes
recibieron casi nada. Dice la historia que encontraron a más sacerdotes y levitas
en sus rondas que samaritanos. De todos modos cuando regresaron a casa,
hubo muy poquito pan para los cuarenta frailes viviendo allá. Sin embargo,
Santo Domingo no se turbó. Al contrario, estuvo alegre. Mandó que el poco pan
que tenían fuera dividido entre todas las mesas y que los frailes se sentaran.
Cantaron la oración antes de comer y con gozo tomaron las migajas. Entonces
entraron dos ángeles con canastos de pan sirviendo en silencio a los jóvenes
primero. Cuando llegaron a la mesa de Santo Domingo, se desaparecieron antes
de que pudieran identificarse. Pero todo el mundo supo que fueron enviados de
Dios en respuesta a las oraciones del santo.
Esta historia ilustra lo que Jesús dice en el evangelio. Los discípulos no tienen
que preocuparse sobre cómo se puede dar de como a las más que cinco mil
personas. Sólo tienen que confiar en Jesús para proveer las necesidades de la
gente. Él bendecirá sus esfuerzos más humildes para asegurar que den vida a la
muchedumbre.
Hoy día Jesús sigue presente entre nosotros. Con la misma capacidad de suplir
nuestras necesidades nos espera que se lo pidamos. Por supuesto, esto no
significa que si pasamos todo el día en la iglesia, vamos a encontrar el pan en la
puerta cuando volvamos a casa. No, la vida no es así. Siempre habrá una
tensión entre nuestra oración y nuestros propios esfuerzos. Un hombre se
preocupa porque la ayuda que el gobierno le ha dado por una herida de trabajo
ya se ha cortado. Sabe que no puede volver al trabajo que tenía pero no sabe
cómo vaya a poner pan en la mesa. Dice que cuando piensa en Dios, siente
tranquilo. Pero cuando considera su situación, se hace perturbado.
San Pablo en la segunda lectura puede consolar a este hombre. “Ni la muerte ni
la vida – dice Pablo --…podrá apartarnos del amor que nos ha manifestado Dios
en Cristo Jesús”. Dios nos ama cuerpo y alma. Está, en primer lugar,
fortaleciendo a nuestras manos para proveer por nuestras familias lo que
necesiten. Si no es suficiente, va a mover a nuestros conocidos a compartir con
nosotros de su abundancia. Y si persiste la dificultad, tiene en espera a los
discípulos de Jesús en la parroquia y en las agencias sociales para socorrernos.
El evangelio no quiere decir que Jesús suplirá sólo el pan. Más bien, el pan sirve
como símbolo para todas las necesidades humanas, tanto del alma como del
cuerpo. Además de comida, techo, y cuidado médico, Jesús nos proveerá con la
sabiduría para vivir dignos en un mundo vertiginoso. Tan maravillosos que
parezcan los apps de Apple, no van a formar a los niños en adultos
responsables. No, los padres tienen que buscar en Cristo la firmeza y la ternura,
el gozo y la sobriedad, el amor y la disciplina para criar a sus hijos. Con Jesús
proporcionándonos la sabiduría, el producto será como los restos en el evangelio
muchas veces más numerosos que los recursos en el principio.
Dice el dorso de un dólar: “En Dios confiamos”. Es cierto. Pedimos a Dios
Padre, “el pan de cada día”, y trabajamos para el billete con que lo compramos.
Dios nos proveerá la disciplina a trabajar para el dinero y la bondad de recibirlo
gratis si es necesario. Dios nos proveerá todo.
Padre Carmelo Mele, O.P.