XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Rosalino Dizon Reyes.
Proscrito por el bien de mis hermanos (Rom 9, 3)
Dios se sirve tanto de la tempestad como de la bonanza. Lo importante, sea cual
sea el medio usado, es lograr conocerle íntimamente y ser fiel a su revelación.
En Sinaí, truenos y relámpagos, nube espesa, fuego, humo y terremoto pregonan la
manifestación del Legislador supremo. Él es el Señor de la naturaleza y de la
historia.
En el mismo monte se aparece el Señor al profeta Elías. Se le manda al refugiado
en una cueva salir a ponerse ante Dios para cuando pase. Viene un viento
huracanado muy poderoso, luego un terremoto y finalmente un fuego. Pero en ellos
no está Dios; en un susurro siente Elías la presencia divina.
De distintas maneras, sí, y en muchas ocasiones se nos revela Dios para
asegurarnos de su presencia cercana, compasiva, misericordiosa. Da a conocer a
los que nos encontramos solos e indefensos («Sólo quedo yo, y me buscan para
matarme») que su soberanía universal es siempre providente y eficaz, acompañada
o no de despliegue de poder. Nos tranquiliza para que los desesperados y agotados
nos animemos a cumplir con nuestra elección.
Deshonramos no pocas veces nuestro nombre de cristiano. Somos tan capaces
como los descendientes de Israel, favorecidos con innumerables bendiciones, de
pagar la bondad de Dios con infidelidad, de anteponer nuestras tradiciones a sus
palabras, de considerarnos superiores a los demás, de gloriarnos de nuestras obras,
olvidadizos de la gracia. Descartamos la religión pura a los ojos de Dios,
cerrándonos a nuestros hermanos necesitados, y siquiera promoviendo la opresión,
la intimidación y la maledicencia, dirigidas, por ejemplo, a los inmigrantes.
Además, con tanto gusto participamos en el bullicio del mercado que nos hacemos,
sin darnos cuenta, más ladrones que orantes, y adulteramos la enseñanza: «No
podéis servir a Dios y al dinero». Por poco caemos en la idolatría, casi confiando en
el dinero y renegando nuestra vocación.
La firmeza en la vocación supone, según san Vicente de Paúl, la vida interior, la
abertura a grandes y santos afectos e ideales, no la clausura (XI:397-398). Ser
para Dios y no para nosotros mismos quiere decir imitar a Jesús, hombre de
oración, recogido, apasionadamente consagrado a la evangelización de los pobres
Es decir, para no hundirnos, para permanecer en la carrera cristiana, basta con que
nos fijemos, no en nosotros mismos, no en la turbiedad ni la tranquilidad, sino en el
que soportó la cruz y ahora está sentado a la derecha del Padre. El que se hizo
maldición por nosotros entrega su cuerpo y derrama su sangre por nosostros, para
que lo mismo hagamos y así quedemos fieles hasta el fin.
Con permiso de somos.vicencianos.org