Comentario al evangelio del martes, 12 de agosto de 2014
Queridos amigos:
Decimos que Ezequiel es un profeta porque ha sido llamado directamente por Dios. Y no debemos
pensar que este tipo de llamadas ocurrieran exclusivamente en la antigüedad. Dios sigue llamando,
aunque cada uno tiene una experiencia muy personal de su vocación. Ezequiel era sacerdote desde su
nacimiento; en la época del Antiguo Testamento, los sacerdotes nacían de familia sacerdotal, no tenían
que decidirse a ser sacerdotes como hoy. Pero además de su oficio sacerdotal, Ezequiel recibe la
llamada para ser profeta. Su fe y amor a Dios son muy grandes; pero la realidad que vive lo desafía
continuamente, lo cuestiona: ¿Dónde está Dios y sus promesas, si el pueblo ha sido deportado y
vivimos en el destierro?
Cuántas veces hemos dedicado tiempo, amor, esfuerzo y empeño a tareas evangelizadoras en lugares y
circunstancias que uno cree que serán todo un éxito; sin embargo, al final queda la sensación de haber
perdido el tiempo. Pues no. El problema es que, a veces, pretendemos desempeñar todas las funciones
como si fuéramos omnipotentes, como si quisiéramos reemplazar a Dios en el mundo; con frecuencia
se nos olvida que uno es el que siembra, otro el que riega, pero uno solo es el que da el crecimiento.
En el texto del evangelio se puede entrever una comunidad dividida con tensiones entre los distintos
grupos; hay graves problemas de convivencia. Para iluminar esta situación, Mateo nos exhorta a
prestar atención a los pequeños y a fomentar el perdón como norma básica de vida en toda comunidad
cristiana. La comunidad debe organizarse y algunos asumen ciertos servicios y responsabilidades. ¿Son
estas personas más importantes? Jesús señala a un niño y pide a los discípulos que se hagan como
ellos. A diferencia de ahora, en aquella sociedad el niño no tenía derechos legales; todo lo que recibía
era para él un regalo. Del mismo modo, el reino de Dios no se adquiere por las propias fuerzas; es un
don que se recibe con la sencillez y el agradecimiento de un niño.
Sigue la parábola de la oveja perdida, que nos ayuda a conocer la experiencia de Jesús respecto de su
Padre. Él sabía que Dios se definía como Padre, precisamente por salir al encuentro de lo perdido, por
hacer una oferta de amor al que estaba en la peor circunstancia.
Dejar las noventa y nueve ovejas para ir en busca de la perdida hasta encontrarla, cargarla sobre sus
hombros, alegrarse por su encuentro y participar a otros su alegría, ¿no era precisamente la forma más
expresiva de anunciar que Dios era verdaderamente Padre? Amar a la persona perdida no era dejar de
amar a las otras, sino garantizarles el mismo amor si algún día llegaran a perderse.
La vida extraviada necesita que alguien la valore y no la deje morir. Dios no da a nadie por perdido y
siempre busca, siempre espera.
Carlos Latorre
Misionero Claretiano
Carlos Latorre, cmf