Comentario al evangelio del viernes, 22 de agosto de 2014
La verdad es que sí. La primera lectura tiene razón. Toda la razón. “El pueblo que caminaba en
tinieblas vio una luz grande.” En realidad, cualquier luz que aparezca en las tinieblas es grande. Es
todo en medio de la nada.
La luz es la que se nos narra en el Evangelio: el relato de la anunciación. Lo podemos rodear de
mucha solemnidad. Los pintores del renacimiento ponen luces, paisajes, casas hermosas, ángeles que
danzan por los cielos. Y una doncella en oración. La realidad tuvo que ser mucho más sencilla
–¡siempre es más sencilla!–. Una casa muy pobre. Una doncella sencilla. Y algo que pasa en su
corazón. Una presencia. Un sentimiento. Un algo especial, tan difícil de comunicar con palabras que, al
cabo de los años, el autor del evangelio de Lucas no tuvo más remedio que imaginar esta escena y este
diálogo.
Podemos pasar de los detalles. No son importantes. Hay que ir a lo esencial. En un momento
determinado de nuestra historia, Dios se quiere hacer presente en medio de nosotros. No escoge un
milagro portentoso, maravilloso, sobrehumano – nota: desconfiar de ese tipo de milagros, no es el
estilo de nuestro Dios–. Nada que dejase a todo el mundo a sus pies. Todo sucede en la intimidad de
una doncella nazarena. Una chica joven, tan sencilla, que fue capaz de acoger la Palabra en su corazón
y de concebirla para nosotros.
En alguna pequeña capilla he visto que la puerta misma del sagrario es la imagen de la virgen. Ella
concibe la Palabra, la guarda en su corazón, llena del Espíritu, y nos lo entrega con aquellas palabras
de las bodas de Caná: “Haced lo que él os diga.”
Todo eso tan simple marca la presencia entre nosotros de un Dios que no humilla sino que
acompaña, ayuda, alienta, consuela, perdona, cura, reconcilia, venda... Ese es el estilo de nuestro Dios.
Y esa es la forma de ser reina de María, la sencilla doncella nazarena, que dijo “Sí” y acogió la
promesa de Dios en su vientre. No la hagamos “reina” al estilo de los reyes de este mundo. Eso sería
una gran traición al Evangelio, al Dios a quien dijo “Sí” y a ella misma.
Fernando Torres Pérez, cmf