DOMINGO XX. CICLO A
¡QUÉ GRANDE ES TU FE!
EMILIO RODRIGUEZ ASCURRA / contactoconemilio@gmail.com / Twitter: @emilioroz
“Ya está por revelarse mi justicia (…), porque mi Casa será llamada Casa de oración
para todos los pueblos” (Is. 56, 1.7), el Dios que revela el profeta es un Dios monoteísta
que clama por la fidelidad de su pueblo elegido, Israel, aquel a quien le fue anunciada la
promesa de la Salvación. Ese pueblo se extiende, en Cristo, a toda la humanidad, de allí
el carácter de universalidad del nuevo pueblo de Dios y de la promesa a él revelada. No
hay límites geográficos para Dios, mucho menos socio-culturales, políticos, etc.
Él mismo, encarnado en el Hijo, es templo que cobija a todos quienes quieren participar
de él, cada uno de nosotros somos llamados e invitados a renovar nuestra fidelidad al
único Dios vivo y verdadero, que se nos ofrece con obras de amor y misericordia. Es
necesario una actitud para poder comprender su mensaje, la de la humildad (de humus:
tierra), pues solo quien se hace pobre frente a la grandeza del Señor, reconociendo su
incapacidad frente a las grandes vicisitudes de la vida, es beneficiario del Dios que
“derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes.” (Lc 1,52)
La actitud de la mujer cananea tiene todos estos matices, en tanto miembro de una
cultura pagana politeísta, reconoce en Jesús al Señor, único Dios, de allí la respuesta de
Jesús: “Mujer ¡qué grande es tu fe!” (Mt 15,28), la misma que había dado frente al
centurión al admitir “no he encontrado tanta fe en Israel” (Mt 8,10). Es la fe como
respuesta libre y voluntaria al designio salvífico del Señor la que obra grandes
maravillas, pues con nuestro sí a Dios estamos dejando que sea él quien obre en cada
uno de manera personal o a modo de mediadores, como vemos en el caso de la mujer
que se había hecho una junto al dolor de su hija gravemente enferma.
Todos tenemos parte en este proyecto del Reino, solo es necesaria una actitud de
fidelidad y humildad “postrándonos en tierra” (cf. Mt 15,25) frente a la grandeza de
Dios, haciendo de nuestras vidas una continua reverencia ante Aquel que nos da la vida
y corrompida por el pecado nos la devuelve en lo alto de la montaña en el rostro del
resucitado. Hagamos de nuestros cuerpos verdaderas casas de oración mediante los
cuales glorifiquemos a Dios y contaminemos a los demás, dándoles parte de nuestra
alegría, esto es entregándonos a nosotros mismos como instrumentos del Padre.-