XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Rosalino Dizon Reyes.
¡Qué abismo de generosidad! (Rom 11, 33)
Dios nos acoge en su casa, para que todo lo suyo sea nuestro.
En su casa, se nos entrega una llave u otra. Sin importar cuál nos toque, recibirla
significa ser sirviente, es abrirles a los de casa los tesoros del amor divino.
Desafortunadamente, podemos ser tan irresponsables como el criado que,
perdiendo la esperanza en su amo, empieza a maltratar a sus supervisados y a
hacerse hedonista. Si así nos comportamos, pronto nos encontraremos despedidos
(o descartados cual materiales inútiles por el edificador).
También podemos irnos como el hijo pródigo y sufrir lo que los derrochadores.
Pasaremos necesidad hasta que volvamos al Padre.
O podemos quedarnos en casa. Pero si damos por sentada la abundancia divina,
todavía nos sentiremos vacíos, aun siendo de nosotros la adopción, la nueva
alianza, el Dios-con-nosotros, la mesa de la palabra y del sacramento, la plenitud
de las promesas.
Y una actitud servil difícilmente aprecia. ¿Nos agobia nuestra religión? A probar,
entonces, el yugo llevadero y el Evangelio gozoso.
O quizás, dados unos logros y ciertas pretensiones, nos creemos con derecho a
todo. Nos convendría, entonces, incluso a los cristianos cerrados meditar la
parábola del fariseo y el publicano.
Puede ser también por falta de experiencia de la misericordia divina. Obsesionados
con un Dios que no deja impune ni la más nimia falta, nos aterrorizamos. Y quién
sabe realmente si es nuestra visión de un Dios severo que nos hace tratar a los
demás con rigidez y rehusarles el perdón, o si es nuestra rigidez que nos hace ver a
un Dios severo que no perdona sin castigar.
Ante dudas, lo más prudente es precavernos, no sea que, adueñándonos de la llave
del saber, cerremos, por nuestro absolutismo arrogante, el reino de los cielos a los
que intentan entrar. Nuestra intolerancia puede dejarnos luchando contra Dios,
como ya advirtió Gamaliel. Y como indica san Vicente de Paúl, no podemos
cerrarnos despiadadamente a quienes disienten de nosotros y luego esperar
ganarles a ellos (I:320).
Tampoco podemos permitir que nos consuma tanto el celo por nuestras tradiciones
o prerrogativas que pasemos por alto a los viri probati y las mujeres hacendosas,
fieles en la administración de todo que se les ha confiado, solícitas para con los
pobres. Ciertamente demostraba san Vicente la mentalidad de Moisés y de Jesús
cuando dijo: «Lo que cuenta es que la obra de Dios se lleve a cabo, sin importar
por quién» (VIII:173). Ojalá el mismo Espíritu inclusivo nos impulse a procurar que
nadie quede privado de la Eucaristía.
Con permiso de somos.vicencianos.org