XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Rosalino Dizon Reyes.
Sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, cosa que yo estaba deseoso
precisamente de hacer con diligencia (Gal. 2, 10)
Diferían por lo visto de una persona a otra las ideas de la gente durante el tiempo
de Jesús sobre quién era él. De manera parecida, en nuestro tiempo, difirien de un
cristiano a otro—por no mencionar nada de los no cristianos—las ideas que nosotros
tenemos sobre la identidad de Jesús. Lo que en parte explica por qué los cristianos
nos calificamos también como anglicanos, baptistas, católicos, evangélicos,
luteranos, ortodoxos, pentecostales, presbiterianos, reformados o miembros de no
sé qué otra parcialidad cristiana. Así de diversos somos, y aún separados, que
quizás damos motivo para que se pregunte si Jesús no se refería también a nuestra
división cuando dijo: «Esto es mi cuerpo que es partido por vosotros» (1 Cor. 11,
24).
No estoy negando, desde luego, lo que ya han dicho otros, a saber, que no hay
necesidad de que los bautizados todos seamos cristianos en la misma manera o
que no es necesario que se nos imponga la uniformidad semejante a la deseada por
el Padre Etienne para cada comunidad o provincia de la Congregación de la Misión.
Ni me opongo tampoco a la idea de que la diversidad pueda indicar tanto lo vivo
que nosotros hoy día le hacemos a Jesús como lo admirablemente encarnado es en
nuestras culturas diversas y situaciones particulares el Verbo.
Pero sí se ha de advertir que siempre hay peligro de que a Jesús le haga yo como
me gusta que él sea, de modo que acabe con crearle a mi propia imagen y
conforme a mi semejanza—sea un héroe o clásico o existencialista, sea un
protagonista o del Anciano Régimen o del tiempo moderno o posmoderno, sea el
Cristo o del Concilio de Trento o del Concilio Vaticano II, sea una que otra figura
que hace justicia a mis expectativas—y, a continuación, con volverme igual a los
ídolos que me fabrico (Sal. 115/114, 4-8). Y corren riesgo de esto, creo, no sólo
los dictadores del relativismo sino también los absolutistas en contra de dichos
dictadores, tanto los a favor de cambios radicales y los adversos a ellos. Me parece
a mí, pues, que vale que se repita que en lo necesario debe haber unidad, en lo
dudoso, libertad, y en todo, caridad.
Y esta última es lo que importa sobretodo (Rom. 13, 9-10; 1 Cor. 13, 13; Gal. 5,
14) y sirve de motivo de acuerdo aún para quienes no se comulgan unos con otros
referente a demás cosas, tanto para los que están en un lado del debate sobre la
primacía y la infalibilidad del Pontífice Romano como para aquellos que se
encuentran en el otro lado. Es importante ciertamente la cuestión de a quién le
corresponde el oficio de mayordomo. Pero más importante todavía es que,
quienquiera que sea el que tenga la llave del palacio colgada de su hombro, éste,
preocupándose por las necesidades de todos y no dedicado solamente, como
Sobná, a la promoción de sus intereses y ambiciones, su ascenso y gloria, haga el
debido reparto de bienes de las riquezas, sabiduría, conocimiento, profundos e
inagotables, de Dios. El mayordomo fiel y prudente se asegura de que sea más
grande la bendición para todos al asistir los más afortunados a los menos
afortunados (cf. Rom. 11, 11-12).
Es probable que mientras sigamos viviendo en este mundo los cristianos nunca
llegaremos a un pleno acuerdo sobre la identidad verdadera de Jesús, dado
especialmente que no hemos tenido la dicha de poder ver al Señor en carne y
hueso y hospedarle en nuestra propia casa. Pero esto no quiere decir que no
podemos ponernos de acuerdo de que podemos verle y servirle a Jesús, en la
manera en que lo hicieron las hermanas Marta y María, puesto que el mismo Señor
se nos reveló, afirmando (como nos lo recuerda san Agustín de Hipona en el
sermón 103): «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos,
conmigo lo hicisteis». Esta misma afirmación le llevó a san Vicente de Paúl a la
convicción de que servir a los pobres, nuestros amos y señores, es ir a Dios y servir
a Jesucristo, y que la caridad está por encima de todas las reglas (IX, 25, 42, 43,
125, 240, 862, 916, 1015, 1125).
Y al fin y al cabo, según san Roberto Belarmino, en el último día, cuando llegue el
examen final, no se preguntará nada de los textos de Aristóteles ni de los aforismos
de Hipócrates ni de los párrafos de Justiniano. Sólo se tratará de la caridad como la
materia completa y única, ya que la escuela de Cristo, del que ofrece su cuerpo
como pan partido por nosotros los pobres, no es sino la escuela de la caridad.
Con permiso de somos.vicencianos.org