Domingo XXI Ciclo/A
(Is 22, 19-23; Rm 11, 33-36; Mt 16, 13-20)
La misión de Pedro en la Iglesia por voluntad de Cristo es presidir en la
caridad
El Evangelio de hoy nos habla de San Pedro, el primer Papa, precisamente en el
momento en que Jesús le anunció la función que tendría dentro de la Iglesia,
cuando pregunt￳ a los discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del
hombre? (…). Y ustedes ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16, 13-15). Simón Pedro
responde en nombre de todos: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).
Acto seguido, Jesús pronuncia la declaración solemne que define, de una vez por
todas, el papel de Pedro en la Iglesia: “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (…). A ti te daré las llaves del reino de los
cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la
tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 18-19).
Pedro será el cimiento de roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia;
tendrá las llaves del reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca
oportuno; podrá atar o desatar, es decir, podrá decidir o prohibir lo que considere
necesario para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo la Iglesia de Cristo.
Siempre es la Iglesia de Cristo y no de Pedro.
Por tanto, el Apóstol Pedro es el depositario de las llaves de un tesoro inestimable:
el tesoro de la redención. Es el tesoro de la vida divina, de la vida eterna. El oficio
de ‘poder’, de ‘atar’ y ‘desatar’, dado a los Ap￳stoles y a sus sucesores, los obispos
(cf. Mt 18, 18), está vinculado en cierta medida por participación, también a los
sacerdotes. Este ‘oficio’ comprende campos muy amplios de aplicación, como la
función de anunciar la Palabra de Dios; la función de santificar sobre todo por
medio de la celebración de los sacramentos; la función de regir a la comunidad
cristiana por el camino de la fidelidad a Cristo en los diversos tiempos y en los
diversos ambientes.
Destaca también en este oficio la tarea de la remisión de los pecados.
Frecuentemente, según la experiencia de los fieles, constituye una dificultad
importante precisamente el tener que presentarse al ministro del perdón. “¿Por qué
-se objeta- manifestar a un hombre como yo mi situación más íntima e incluso mis
culpas más secretas?”, “¿Por qué -se objeta también- no dirigirme directamente a
Dios o a Cristo, y tener, en cambio, que pasar por la mediación de un hombre para
obtener el perd￳n de mis pecados?’.
Estas y parecidas preguntas pueden tener una cierta aceptaci￳n por el ‘esfuerzo’
que siempre exige un poco el sacramento de la penitencia. Pero, en el fondo, ponen
de relieve una no comprensi￳n o una no acogida del ‘misterio’ de la Iglesia.
El hombre que absuelve no ofrece el perdón de las culpas en nombre de dotes
humanas peculiares de inteligencia, o de penetración sicológica; o de dulzura y
afabilidad; no ofrece el perdón de las culpas tampoco en nombre de la propia
santidad. Él, como es de desear, está invitado a hacerse cada vez más acogedor y
capaz de transmitir la esperanza que se deriva de una pertenencia total a Cristo (cf.
Gál 2, 20; 1 Pe 3, 15). Pero cuando alza la mano que bendice y pronuncia las
palabras de la absoluci￳n, actúa ‘in persona Christi’: no s￳lo como ‘representante’,
sino también y, sobre todo, como “instrumento” humano en el que está presente,
de modo arcano y real, y actúa el Se￱or Jesús, el ‘Dios-con-nosotros’, muerto y
resucitado y que vive para nuestra salvación.
Gracias a la mediaci￳n del ministro de la Iglesia este Dios se hace ‘pr￳ximo’ a
nosotros en la concreción de un corazón también perdonado. El ministro del
sacramento de la penitencia aparece así —dentro de la totalidad de la Iglesia—
como una expresi￳n singular de la ‘l￳gica’ de la Encarnaci￳n, mediante la cual el
Verbo hecho carne nos alcanza y nos libera de nuestros pecados.
Oremos para que el primado de Pedro, encomendado a pobres personas humanas,
sea siempre ejercido en este sentido originario que quiso el Señor, y para que lo
reconozcan cada vez más en su verdadero significado los hermanos que todavía no
están en comunión con nosotros.
La liturgia de hoy nos invita a incrementar nuestro amor y adhesión al Papa, como
sucesor de Pedro y vicario de Cristo. Veamos en él al Buen Pastor, veamos en él a
la roca sobre la que se edifica la Iglesia, veamos en él a quien posee las llaves del
Reino de los cielos.
Hermanos, oremos para que el Señor nos conceda un Papa, un Obispo y unos
sacerdotes que desarrollen con corazón generoso esta noble misión. Se lo pedimos
por intercesión de María Santísima, Reina de los Apóstoles, y de todos los Mártires
y los Santos que a lo largo de los siglos han hecho gloriosa esta Iglesia, Una Santa,
Católica y Apostólica.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)