XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Rosalino Dizon Reyes.
A nosotros, los que vivimos, constantemente se nos entrega a la muerte por causa
de Jesús, para que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo mortal (2 Cor.
4, 11)
De vez en cuando oigo a una que otra persona lamentar o murmurar: «La vida no
es justa». Desde el punto de vista de la lógica humana, ¿acaso tal queja carece de
verdad del todo?
¿Qué razón dar realmente de que a los que hacen lo bueno, como Abel, se les
matan a sangre fría y, por otro lado, sobreviven los que hacen lo malo, como Caín?
¿Acaso tiene sentido que sufran, o de opresión o de hambre o de abuso sexual,
tantos niños inocentes al mismo tiempo que los Herodes responsables de tantas
barbaridades y sus hijos gozan de una vida comodísima y muy placentera de
abundancia? ¿Es justo que puedan participar millones de jóvenes a una
peregrinación santa y divertida—sin que importe si sea judía, cristiana o
musulmana—mientras a jóvenes somalíes, por ninguna culpa suya, les faltan
recursos suficientes para sus necesidades básicas? ¿Qué explicación que valga hay
de las persecuciones religiosas, de los excesos inquisitoriales, de los campos de
concentración o internamiento, del encarcelamiento o la ejecución de inocentes
equivocadamente convictos de crimen? ¿Qué raciocinios harán comprensible la
realidad de que en las guerras perecen también los justos, de que tanto a los
buenos se les confina en los hospitales, los manicomios, los asilos para ancianos,
los hospicios para huérfanos, de que no son todos malos los forzados por las
circunstancias inevitables de la vida a vivir en las chabolas o en los denominados
«barrios chinos» de los países más pobres del tercer mundo?
Como la angustia o la agonía que se expresa en las preguntas arriba planteadas es
cuestión más del sentimiento que del intelecto, muy poco sirven los argumentos
lógicos. La razón humana sola, además, no es capaz de comprender el sentido de
las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte. Las
palabras inteligentes quizás conmuevan, pero mejor será el ejemplo, pues, éste
arrastra.
Y es por eso que a Jesús, y éste crucificado, como ejemplo, se ha de apuntar (cf. 1
Cor. 1, 23; 2, 2). No sólo enseñó: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue
a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga», sino que su vida y su muerte
sirvieron de ilustración encarnada de dicha enseñanza. El Maestro se despojó de su
rango, tomó la condición de esclavo y se rebajó hasta someterse incluso a la
muerte, y una muerte de cruz (Fil. 2, 7-8). Cumpliendo el propósito de su venida,
sirvió a los demás y dio su vida en rescate por muchos (Mt. 20, 28).
Este ejemplo de Jesús es la revelación inequívoca de que las cosas que los hombres
tomamos de costumbre por importantes, sin las cuales creemos que la vida nos
resultará no justa, son escandalosamente muy diferentes de las que él o Dios
considera como importantes. Nos empeñamos en salvar la vida a toda costa, en
ganar el mundo entero si fuera posible, en recibir, en llenarnos, en enriquecernos,
en hacer valer nuestros derechos, en ser los primeros, en procurar que a nostros se
nos sirva. Jesús, por su parte, se entrega al contrario de todo esto. Viéndole así y
oyéndole, todo nuestro ser se nos encoge y nos horrorizamos como el apóstol
Pedro. Pero Jesús no cede ni un poquito e insiste en lo suyo o en lo de Dios,
resaltando la suma importancia de ello por llamarnos «Satanás». Nuestro Señor no
se ajusta a este mundo. Se presenta de modo paradójico como el oprobio y el
desprecio que cuentan como gloria, como la locura que es sabiduría, como la
maldición de la pobreza, por ejemplo, que es bendición, como el hazmerreir que
asombra (cf. Is. 52, 13-14), como la obediencia seductora que trae alivio y da
rienda suelta a la palabra.
Y Jesús se ofrece como hostia viva, santa, agradable a Dios. En esto, claro, no deja
él de representar una idea extraña y opuesta a la opinión o al sentir común de la
gente, ya que lo íntegro que es el pan o el cuerpo supone la fracción del mismo.
Remembrar quiere decir ser desmembrado.
La vida no es justa, no. Pero la muerte sí, y les justifica y da vida nueva a cuantos
se unen con Jesús en su muerte (Rom. 6, 4-5). Ahora bien, ser o no ser, esa es la
cuestión. ¿Somos cristianos o no somos? O como a lo mejor la plantearía san
Vicente de Paúl la pregunta (XI, 236), ¿nos vaciamos de nosotros mismos para
revestirnos de Jesucristo? Nos corresponde saber si destilamos el veneno mortífero
del triunfalismo o el ungüento vivificador del servicio.
Con permiso de somos.vicencianos.org