I Domingo de Adviento, Ciclo C.
Iniciamos un nuevo año litúrgico, y podríamos preguntarnos cuál es la
razón por la cual todos los años volvemos a comenzar desde el inicio. Una razón
es el sentido pedagógico : debido a que a lo largo del año litúrgico se repasan
los principales episodios de la vida de Jesús, la Iglesia nos haría recomenzar
todos los años, desde el inicio, para que nosotros aprendamos cada vez más
acerca de la vida de Jesús. Esta puede ser, y es, una razón que justifica que
todos los años se inicie desde el comienzo, como dibujando, una y otra vez, un
ciclo, o círculo: el ciclo litúrgico.
Pero la razón última por la cual la Iglesia inicia todos los años el ciclo o círculo
litúrgico, es más profunda que simplemente ayudarnos a recordar la vida de
Jesús. El motivo por el cual la Iglesia inicia cada año un nuevo año o ciclo
litúrgico, podemos encontrarlo en la figura misma del ciclo, el círculo: el ciclo o
círculo es el símbolo de lo eterno y lo divino; no tiene ni principio ni fin, y se
refiere a la perfección y santidad absoluta del ser divino; representa también la
plenitud de la vida, no de la vida natural, sino la vida eterna, en su plenitud . El
círculo y la esfera son símbolos de eterna perfección. El ciclo santo de la liturgia
significará, por lo mismo, lo eterno, la vida eterna, lo que está
permanentemente vivo, lo que no caduca ni perece, como sí sucede en la
naturaleza.
La repetición del ciclo o año litúrgico significa, para la Iglesia que peregrina en la
tierra, ser inmersa en la eternidad del ser divino de Cristo, para así ser hecha
partícipe de su vida y perfección eterna. En el cielo, Jesucristo es la luz que
alumbra a los bienaventurados, y como Dios es luz (cfr. 1 Jn 1, 5), con su luz, al
mismo tiempo que los alumbra, les da vida, de su vida eterna, sobrenatural; en
la tierra, el Misterio de Cristo es la fuente de vida de la Iglesia, y la Iglesia toma
de esa vida, vive de esa vida, por medio de la liturgia, que actualiza el misterio
de Cristo . La celebración del año litúrgico significa, para la Iglesia, entrar en
comunión de vida y amor con su Esposo, Jesucristo, por medio de la
actualización de sus misterios, a través de la liturgia. Cristo, en la eternidad, es
el Sol que brilla con resplandor eterno, y con este resplandor eterno ilumina a
los ángeles y a los santos de la Jerusalén celestial (cfr. Ap 21, 22); la Iglesia,
por medio de la liturgia, recibe destellos de esa luminosidad eterna; es por eso
que San Ambrosio dice a Cristo: “Yo te encuentro en los misterios” .
Es importante tener presente estas consideraciones, porque el año litúrgico no
se limita a recordar la vida temporal del Señor –su nacimiento, su crecimiento,
su edad madura, su doctrina, su pasión y su muerte-; no es sólo una
“consideraci￳n espiritual” de la vida de Cristo, o un mero recuerdo de su paso
por la tierra. Esto, si bien es saludable hacerlo, porque nos trae a la mente y al
espíritu su vida, no constituye un misterio; sería una experiencia de unión moral
con el Señor Jesús, pero de ninguna manera constituiría una unidad óntica
mística, con el Kyrios Cristo Jesús; tampoco sería inmersión en el Espíritu, por el
Espíritu, en la vida eterna de Dios Uno y Trino .
Jesús vivió en la tierra y en el tiempo, nació de una Madre Virgen, atravesó
todas las etapas de un ser humano, hasta llegar a adulto, y murió en la cruz: es
el Cristo histórico, verdadero hombre; el mismo Cristo, verdadero Dios, resucitó
el Domingo de Resurrección, ascendió a los cielos, y es quien alumbra a la
Jerusalén celestial con su luz, que es la gloria de Dios (cfr. Ap 21, 22). Esta vida
del Señor Jesús, que surge desde el seno virginal de María en Belén y finaliza en
el trono de gloria y majestad de los cielos, es el Mysterium de Cristo, que se vive
en el año litúrgico . Es a este Mysterium de gloria y eternidad, revelado en Cristo
Jesús, al cual la Iglesia se une por medio de la liturgia, apropiándose de él y
haciéndose partícipe de él, y trayéndolo al tiempo, por la liturgia, al misterio
eterno, lo cual es mucho más que simplemente meditar sobre la vida de Jesús
para tratar de imitar lo .
Celebrar el año litúrgico significa entonces entrar en la comunión de vida y amor
con los misterios del Señor del universo, Cristo Jesús, y la fragmentación de ese
año en diversas etapas –Adviento, Navidad, Cuaresma, etc.-, es necesaria por
nuestra condición humana y terrena, sujeta al devenir del tiempo y
condicionada, en su conocimiento, por la temporalidad. No podemos conocer al
modo divino o angélico, tal como se conoce en la eternidad: debemos ir de a
poco, según nuestra capacidad de conocer, y es así como el misterio eterno de
Cristo se nos presenta por etapas. El Adviento se coloca al inicio del año
litúrgico, y representa la etapa anterior a la Primera Venida del Redentor.
Celebrar el Adviento, en el año litúrgico, es colocarnos en la perspectiva de los
justos del Antiguo Testamento, que esperaban la Primera Venida del Mesías y
Salvador. Dice el Catecismo de la Iglesia Cat￳lica: “Al celebrar anualmente la
liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en
la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el
ardiente deseo de su Segunda Venida (cfr. Ap 22, 17)” .
En esto consiste el espíritu del Adviento para el cristiano: en el colocarse en la
perspectiva de los justos del Antiguo Testamento, que esperaban la venida del
Mesías, recordando, como ellos, las profecías según las cuales el Mesías habría
de nacer de una Virgen: “El Se￱or os dará una se￱al: la virgen concebirá y dará
a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (cfr. Is 7, 14), y para recibir al
Mesías es que preparaban sus corazones con ayuno, penitencia y buenas obras.
La diferencia con los justos del Antiguo Testamento, es que Jesús ya nació en un
portal de Belén; nuestro Adviento consistirá entonces en prepararle al Niño Dios
que viene, un lugar para recibirlo: el portal de nuestro corazón, por medio de la
oración, el ayuno y la penitencia.
Padre Álvaro Sánchez Rueda