III Domingo de Adviento, Ciclo C.
Nos acercamos cada vez más a Navidad, a través del tiempo de Adviento.
¿Qué representa para nosotros, cristianos católicos, el Adviento? Para darnos
una idea, veamos qué representa el Adviento para el mundo: para el mundo es
sólo un motivo de preparación remota y luego inmediata para las fiestas de fin
de año; es un motivo y una ocasión para justificar el materialismo consumista de
esta época: hay que hacer regalos y para hacer regalos hay que comprar, y para
comprar hay que gastar; es un tiempo para reuniones, celebraciones y festejos,
relacionados antiguamente con una costumbre religiosa –Navidad, Santa María
Madre de Dios, entre la noche del 31 y la madrugada del 1º, Reyes-, pero que
ahora no es nada más que una reunión social, pues toda referencia a lo religioso
ha quedado en eso: en una referencia costumbrista, y nada más.
Esto es lo que representa el Adviento para quienes están en el mundo,
pero, ¿qué representa para nosotros, cristianos católicos, el Adviento?
Puesto que del Adviento nos anoticiamos en la Iglesia, veamos qué es lo
que diferencia al Adviento de otros tiempos litúrgicos: en Adviento hay cambios
en la liturgia –inicio de un nuevo año, lecturas distintas, colores distintos en los
ornamentos-, pero no podemos decir que esos cambios constituyan lo esencial
del Adviento, ni que tampoco el Adviento se explique por esos cambios.
Por otra parte, en Adviento la Iglesia pide penitencia, oración, ayuno y obras de
misericordia, pero no es para hacer de nosotros simplemente mejores personas,
ni una ocasión para simplemente crecer en la virtud.
¿Qué es el Adviento?
Tal vez podemos acercarnos a la comprensión de lo que es el Adviento,
analizando qué es lo que significa la palabra “adviento” para la Iglesia,
considerando de dónde toma la Iglesia esta palabra. La Iglesia toma esta
palabra de los antiguos y de los romanos, para quienes se identificaba con la
manifestación visible o aparición sensible de algún ser extraordinario,
majestuoso, que podía ser la divinidad, o bien el emperador . El “adviento”, para
los antiguos y para los romanos, era el advenimiento, la llegada, el arribo, de la
divinidad -si se trataba de un acto de culto-, o del emperador -si se trataba de
los romanos-, y era un arribo unido a la salvación, porque la llegada de la
divinidad o del emperador, estaba unida a la ayuda, a la curación, a la
liberación, a la iluminación . Tanto para una como para otra llegada, sea que se
tratare del emperador o de la divinidad, se debía estar preparados: ¿cómo
podría recibirse al emperador de cualquier manera? ¿Cómo se habría de recibir a
la divinidad sin una preparación espiritual?
Este es el sentido con el cual utiliza la Iglesia a la palabra “adviento”: el del
tiempo inmediato anterior a la llegada del Dios y Rey, Cristo Jesús, por la
encarnación en el seno virgen de la Madre de Dios. Adviento no es un mero
cambio en la ornamentación litúrgica: es la inserción, por medio de la liturgia de
la Iglesia, en el misterio del Hombre-Dios Jesucristo, en la espera de su Venida.
Adviento, como momento y movimiento litúrgico, es ingresar en el misterio del
Hombre-Dios, en los tiempos previos a su Primera Venida; es introducirnos en
ese misterio y ser partícipes del mismo, por la fe la Iglesia, por la gracia, y por
la contemplación; es ser hecho partícipes del movimiento que la eternidad del
ser divino le imprime al tiempo, movimiento por el cual el tiempo es conducido a
la eternidad divina; Adviento no puede nunca ser un tiempo común y corriente,
así como no fue un tiempo común y corriente el tiempo vivido por Cristo en la
tierra, porque con la Encarnación de la Palabra de Dios y con su misterio pascual
de muerte y resurrección, se iniciaron los tiempos por los cuales los hombres
comenzamos a ser partícipes de la vida del Hombre-Dios a través de la
comunión sacramental con su Cuerpo y su Sangre; por el misterio de la
comunión sacramental de su Cuerpo y de su Sangre, no estamos simplemente
en la tierra, en el tiempo y en el espacio, sino que somos introducidos en el
misterio de Cristo, y somos hechos partícipes de su eternidad; somos
transportados a un reino sobrenatural y eterno ; pero debido a que esto no
basta, sino que falta que el Misterio se realice en nosotros y encuentre un eco de
vida , no podemos celebrar la Muerte del Señor, sin morir nosotros al mundo, y
es para morir al mundo que como cristianos -que estamos en el mundo pero no
somos del mundo -, debemos en Adviento hacer penitencia, mortificación,
oración y ayuno, y obrar el bien.
Éste es el sentido de la penitencia en el Adviento: incorporarnos al misterio de
Cristo siendo conscientes de la necesidad de purificación para esperar al Rey que
viene envuelto en pañales, en un portal, rodeado de animales, pero que es Dios
Tres veces Santo.
La penitencia del Adviento no surge entonces por un mero perfeccionismo
virtuosista: el sentido de la penitencia de Adviento surge de la realidad
misteriosa en la que por la liturgia de la Iglesia nos vemos envueltos, y hacia la
cual nos dirigimos, de modo inexorable: nos preparamos a recibir al Rey de la
gloria, que viene en Navidad, ¿cómo vamos a recibir a este Rey de gloria de
cualquier manera, con un corazón lleno de miserias? Nos preparamos para
recibir al Amor de Dios encarnado en un Niño; ¿cómo vamos a recibir al Dios del
Amor con un corazón rencoroso, impaciente, pronto al enojo y a la ira, sin
disposición no solo a perdonar, sino ni siquiera con la disposición de amar a los
enemigos, como sabemos que pide este Rey? Nos disponemos a recibir al Dios
Invisible, Omnipotente, Tres veces Santo, que en una muestra de humildad
incomparable y jamás vista, se humilla apareciéndosenos de modo visible,
revestido de Niño humano, débil, asumiendo una naturaleza caída en pecado, ¿y
vamos a recibirlo con un corazón soberbio?
Los antiguos usaban la palabra “adviento” para esperar la llegada salvadora de
una divinidad inexistente, por pagana, o para esperar la llegada de un
emperador terreno, un rey que no era más que una criatura; la Iglesia utiliza la
palabra “adviento” para esperar la llegada del Rey de los reyes, Cristo, Dios Hijo,
Dios eterno, inmortal, que luego de haber atravesado el Portal de luz eterna, el
seno virgen de la Madre de Dios, viene en la humildad de la naturaleza humana,
envuelto en pañales, aterido de frío, acompañado, además de su Madre Virgen y
de su padre adoptivo, José, sólo de animales, puesto que no había lugar para Él
ni en las moradas de los hombres ni en los corazones de los hombres.
Preparemos el corazón en Adviento, para que por la gracia, la penitencia y las
buenas obras, sea un humilde pesebre en el que el Rey de los cielos, Dios Niño,
al llegar a este mundo, encuentre amor y adoración.
Padre Álvaro Sánchez Rueda