XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A.
Cambiar de mentalidad y dar culto al Dios vivo
Los dos pilares de la fe cristiana, los apóstoles Pedro y Pablo, dan testimonio hoy
del cambio de mentalidad y de vida que supone el encuentro personal con
Cristo. Pedro recibe de Jesús la corrección de su idea sobre el Mesías y las
consecuencias que este cambio de mentalidad, orientado desde la pasión de
Cristo, habría de tener para su vida, mientras que Pablo comienza la segunda
parte de la carta a los romanos invitando a una transformación profunda en sus
vidas, determinada por el amor cristiano.
Pablo exhorta a los cristianos de la comunidad de Roma a no amoldarse a los
criterios de este mundo sino a transformar la vida con la renovación de nuestra
mente, por la entrega de la vida, como único sacrificio agradable a Dios (Rom
12,2). En otro lugar el apóstol de los gentiles dice que los creyentes nos vamos
transfigurando en imagen de Dios por obra del Espíritu (2 Cor 3,18). Pablo utiliza
siempre el mismo verbo: “transfigurar”. El verbo griego correspondiente es el
utilizado también en los dos primeros evangelios al relatar la escena
extraordinaria de la transfiguración del Señor. Lo que ocurre es que la
experiencia de la transfiguración no es exclusiva de Jesús. Por eso Pablo invita a
realizar una auténtica metamorfosis de la vida en virtud del encuentro con
Cristo.
El comienzo de la segunda parte del evangelio de Mateo (Mt 16,21-27) introduce
asimismo el mensaje clave para la transfiguración de la mente de los apóstoles,
un mensaje totalmente nuevo en la predicación de Jesús. Se trata del primer
anuncio de la pasión, mediante el cual se reorienta el contenido de la predicación
y de la actuación del Señor. Ahora se desvela de qué modo Jesús entiende su
mesianismo. El primer anuncio de su muerte en la cruz como destino ineludible
de su actuación mesiánica no cabe en las expectativas de Pedro ni de los
discípulos. Éstos han reconocido al Mesías pero no han percibido las
consecuencias y las exigencias de un mesianismo que acabará en la cruz por
anteponer el Reino de Dios y su justicia al templo y al sistema del culto y por
colocar al ser humano necesitado en el centro de atención de la vida religiosa. El
tema dominante a partir de ahora en el evangelio gira en torno a su destino
personal, un destino marcado por el sufrimiento, vivido como entrega de la vida
hasta su ejecución en la cruz y orientado a la resurrección. Una vez más
reaparece la incomprensión de Pedro de este destino paradójico del Hijo de Dios.
Por eso Jesús no duda en llamar "Satanás" al intrépido santo cuando éste se
desvía de los planes de Dios.
Las llamadas siguientes del evangelio a “tomar la cruz y seguir a Jesús” no son
dos cosas sino una sola, porque la una implica la otra. El verbo “seguir” es típico
de los evangelios y significa mantener una relación de cercanía a alguien,
gracias a una actividad de movimiento, subordinado al de esa persona. Tomar la
cruz es la consecuencia vinculada directamente al seguimiento radical: “Si uno
quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo y tome su cruz y me siga”
(Mt 16,24) y ha sido ejemplificada particularmente en la escena del Cirineo que
“tomó la cruz de Jesús” (cf. Mc 14,21; Mt 27,32) y lo siguió. Tomar la Cruz
implica un cambio de vida continuo de renuncia a uno mismo para entregarse a
la persona de Jesús y seguir sus huellas en una trayectoria de vida, marcada por
los pasos que él nos ha trazado para anunciarnos el Reino de Dios, hasta dar la
vida por su causa. Con todo, la referencia personal a Jesús acompaña a los dos
verbos. No se trata de ir a la deriva por el mundo sino con Él y detrás de Él,
siguiendo sus pasos, sus enseñanzas, su evangelio y con Su cruz. No nos
inventemos más cruces ni sacrificios, pues bastantes cruces hay ya en nuestro
mundo. Sólo debemos abrir los ojos para percibirlas y allí actuar como Cirineos.
Tanto la cruz como el seguimiento radical no se pueden entender bien si no van
acompañados de un profundo amor a Jesús. Por amor a Jesús, a quien seguimos
con su cruz, hemos de mirar a los que entre nosotros llevan la cruz: los
enfermos y ancianos, los inmigrantes y marginados, los pobres y indigentes, los
condenados a una muerte lenta por carencia de medios de vida en un planeta
que podría alimentar a otra humanidad más que hubiera, los niños
abandonados, explotados y maltratados, los eliminados antes de nacer, las
mujeres maltratadas o golpeadas. Tomemos estas cruces como nuestras por
amor a Jesús para que nuestra fe se avive y nuestro seguimiento como
discípulos y discípulas sea más fiel.
A partir de estos textos se puede decir que ser discípulo de Jesús conlleva la
comunión de vida y de destino con Jesús. Negarse a sí mismo es renunciar a
todo tipo de ambición y anhelo personal, es dejarse transformar por la
renovación de la mente, no amoldándose ni acomodándose a los criterios de
este mundo, para entregarse por entero a ser testigos del amor sin medida de
Dios. Ser discípulo de Jesús es elegir el camino de la pobreza por amor a los
pobres, es resistir en la fidelidad aguantando los sufrimientos, las persecuciones
y los desprecios que normalmente conlleva el anuncio del Reino de Dios en la
forma en que lo encarnó Jesús.
El Evangelio es el más vivo instrumento de transfiguración de la vida de los
discípulos. Y el sufrimiento por el Evangelio se convierte en una seña de
identidad de los cristianos. En la celebración eucarística, en cuanto
conmemoración de la muerte y resurrección de Cristo, se realiza para nosotros
la transfiguración propia del Cuerpo de Cristo. En ella, y por el mismo Espíritu,
los creyentes somos transformados y transfigurados a través de la Pasión, como
el mismo Cristo. Pero no hay transfiguración posible del discípulo si no hay una
configuración personal con Cristo, si no nos dejamos alentar por su Espíritu,
especialmente a través del amor a los rostros más desfigurados del mundo y a
los dolientes de esta tierra injusta. Con las palabras del salmo podemos invocar
ese Espíritu diciendo: “Renuévame por dentro con Espíritu firme” y “afiánzame
con espíritu generoso”, para que en nosotros se realice la transfiguración de
nuestra mente y de nuestro interior. Así será posible también la transformación
de este mundo en un mundo más generoso, solidario y justo.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura