Domingo 22º durante el año, Ciclo A.
¡Apártate de mí, satanás! Tú me harías tropezar
Jesucristo comenzó a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y
que las autoridades judías, los sumos sacerdotes y los maestros de la Ley, iban
a hacerlo sufrir mucho. Que incluso debía ser muerto y que resucitaría al tercer
día. Pedro lo llevó aparte y se puso a reprenderlo: - ¡Dios no lo permita, Señor!
Nunca te sucederán tales cosas. Pero Jesús se volvió y le dijo: - ¡Aléjate de mí,
Satanás! Tú me harías tropezar. Tus ambiciones no corresponden a la voluntad
de Dios, sino a la de los hombres. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: - El que
quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Pues el
que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que entregue su vida por causa
mía, la hallará. ¿De qué le serviría a uno ganar el mundo entero si se destruye a
sí mismo? ¿Qué dará para rescatar su vida? Sepan que el Hijo del Hombre
vendrá con la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces
recompensará a cada uno según su conducta . (Mt 16, 21-27).
Por la confesión de Pedro, los discípulos se afianzan en la fe: Jesús es el
verdadero Mesías, el Hijo de Dios, el único Salvador. Y Jesús se apoya en esa fe
para revelarles su destino: la resurrección y la gloria a través del sufrimiento y
la muerte. Pero la resurrección de Jesús no entraba en los planes de los
discípulos, y la muerte de Jesús suponía para ellos el fracaso total de sus sueños
de grandeza y de poder en el esperado reino terreno de Jesús.
Por eso Pedro se lleva a Jesús aparte y lo increpa diciéndole que no puede
someterse a la muerte. Pero Jesús reprocha duramente a Pedro, llamándole
“satanás” delante de todos -no obstante lo haya nombrado fundamento y guía
de la Iglesia- pues se opone al plan de Dios, contrario a los planes de grandeza y
poder humano que ellos esperan.
Los cristianos, discípulos de Jesús hoy, también merecemos, tal vez, ser
llamados “satanás”, cuando nuestros planes egoístas cuentan más que los que
Dios tiene para nosotros, para nuestra máxima felicidad en el tiempo y en la
eternidad?
El mayor peligro para la Iglesia no está fuera de ella, sino dentro. Tal peligro
consiste en traicionar a Cristo, reduciendo la fe a una religiosidad de
cumplimientos, normas, externos, ritos y teorías aprendidas de memoria, sin
influencia en la vida diaria, en la relación con el prójimo y con Dios.
Y eso se debe a la falta de trato y compromiso personal de amistad con Cristo
Resucitado presente, que ha sido desterrado de la vida y del corazón, atrapados
por los ídolos de las riquezas, de poder y del placer.
Ser cristiano de verdad es una fiesta y un gozo inefable, pero sólo si se vive de
fe, de amor y esperanza; para quienes son libres y generosos, y no se acomodan
a este mundo; para quienes Jesucristo es una persona viva, presente y
actuante, y viven de veras unidos a Él por una fe amorosa.
Ese “gozo insuperable” de ser cristiano de verdad, Jesús lo condiciona a la
participación en sus sufrimientos: “El que quiera ser mi discípulo, niéguese a sí
mismo, cargue con su cruz y se venga conmigo” (Mc 8, 34) . Es la única manera
de que se realice en nosotros el milagro de perder la vida para ganarla,
venciendo a la muerte, que será aniquilada por la resurrección.
Ir con Cristo, es ir a la resurrección y a la vida eterna a través de la muerte, por
haber llevando con Él nuestra cruz diaria, como participación en su plan de
salvación. Por otra parte nos advierte: “Quien conmigo no recoge,
desparrama”. “¿De qué le servirá al hombre gana r todo el mundo, si al final se
pierde a sí mismo ?” (Mc 8, 34), con todo lo que ha ganado.
¡Hay que entregarlo todo para recuperar todo lo que aquí gozamos y amamos,
pero inmensamente multiplicado por toda la eternidad!
Padre Jesús Álvarez, ssp