XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Rosalino Dizon Reyes.
A nadie le debáis nada, más que amor (Rom 13, 8)
A fin de cuentas, el amor es todo lo que cuenta. Es Dios. No pasa nunca. No lleva
cuentas del mal («Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?»),
pero tampoco se alegra de la injusticia. Aunque disculpa sin límites, nos apremia,
sin embargo, a corregirnos y reformarnos para que amemos cada vez mejor.
La primera reacción del amor no es el apuntar con el dedo en público a alguien que
se merece una amonestación. Lo llama en privado antes de servirse de medios
drásticos. Pero cuando todo lo demás falla, entonces, se sirve con coraje de la
medida de último recurso.
Sí, el amor está dispuesto a decir la verdad a los que ostentan el poder. Si el
egoísmo siempre soberbio se deleita en corregir severamente a los que desestima
como gente baja, en cambio, el amor siempre humilde les echa en cara con valentía
a los codiciosos de poder y riqueza su injusticia y su indiferencia para con los
pobres.
Pero lo hace con mucha pena y en espíritu de humildad y de caridad. El amor, por
usar las palabras de san Vicente de Paúl, no tiene «la pasión de parecer ni superior
ni maestro», no necesita hacer ver quién es el jefe (XI:238).
Reconoce el amor que «es más fácil enojarse que aguantar, amenazar … que
persuadir», que «resulta más cómodo castigar a los rebeldes que corregirlos,
soportándolos con firmeza y suavidad a la vez», por citar a san Juan Bosco. Cuando
castiga, el amor conserva «la debida moderación, la cual es necesaria para que en
nadie pueda surgir la duda» de que uno obra solo para hacer prevalecer su
autoridad o para desahogar su mal humor.
Manteniéndose firme y constante en los fines, y flexible y suave en cuanto a los
medios, el amor se muestra preocupado por la salvación y la reconciliación de
todos. Y si nos reconciliamos unos con otros y somos de un solo pensar y sentir, y
compartimos nuestras posesiones, de tal modo que nadie pase hambre ni
vergüenza, entonces será más significativa y efectiva nuestra celebración
eucarística.
Y no es del todo imposible que, mientras oramos reunidos, reconciliados y
poniéndonos de acuerdo en la tierra como una comunidad cristiana que tengamos a
quienes nos presidan en la Eucaristía, nos los suscite el Padre de entre nosotros y
así supla él nuestra carencia. Asimismo se demostrará cierto que todo lo que
atemos o desatemos en la tierra quedará atado o desatado en el cielo.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)