Comentario al evangelio del viernes, 19 de septiembre de 2014
Queridos amigos:
Muchas mujeres. Comienza el evangelista hablando de “algunas”, y, en seguida, nos advierte de que
eran “muchas que le asistían con sus bienes”. Esta escena era, para aquel tiempo y aquella cultura,
insólita y llamativa. No cabía en la cabeza de los jefes religiosos. Nosotros nos hemos acostumbrado a
encontrarlas, en primera fila, en el Calvario, junto a la Cruz de Jesús, o en la mañana de la
resurrección, como pregoneras. Pero, en aquel tiempo, solo podía ser cosa del Maestro de Galilea. Solo
él podía romper tantos prejuicios y barreras.
El Evangelio lo dibuja con claridad meridiana. Nos habla del número, nos cita sus nombres -Susana,
Juana, María Magdalena-, y nos ofrece informaciones interesantes. Alguna estaba casada (más insólito
todavía), otras habían sido sanadas por Jesús, otras “muchas” compartían sus bienes generosamente y
-¡lo más importante!- pertenecían a la comunidad de Jesús, junto con los apóstoles. Aquí podemos traer
a la memoria y repasar a tantas mujeres que desfilan por las páginas de los Evangelios. Y todas son
tratadas con afecto, también las que han sido pecadoras. Es que Jesús es un hombre tan lleno de
libertad como vacío de prejuicios y convencionalismos. Acudamos a un solo acontecimiento, el
encuentro de Jesús con la mujer samaritana, junto al pozo de Sicar. Sus mismos discípulos se
sorprendieron de verlo hablando con una mujer. Y con razón: era mujer, a solas, estaba hablando de
religión, la mujer era extranjera y pecadora. ¿Qué más quebrantos podían acontecer? Jesús estaba
afirmando con su conducta lo que, más tarde, nos diría el discípulo Pablo. Todos somos iguales en
Cristo; iguales judíos y gentiles, iguales hombre y mujer.
Os invito a alegrarnos todos. Alegrarnos al mirar a estas mujeres acompañando al Maestro. Mujeres
misioneras, mujeres en la comunidad de Jesús. Vamos a desnudarnos de prejuicios sexistas, y
preocuparnos más del sentido de la mujer en la sociedad y en la Iglesia. Seamos los primeros en
horrorizarnos, y luchar contra la violencia de género, contra la disminución de los derechos humanos
en ámbito femenino, contra las mutilaciones vergonzosas, contra la muerte violenta de tantas mujeres,
aun en países llamados desarrollados, etc. No apliquemos a las mujeres sofismas que se caen; por
supuesto que, en la Iglesia, no hay que buscar el poder sino el servicio, pero, ¿no debe aplicarse este
criterio evangélico también a los hombres, y no solo cuando se habla de la presencia de la mujer en la
Iglesia? Para acallar las voces, quejosas con la escasa presencia de la mujer, se nos llena la boca
proclamando que una mujer, María, es la más grande criatura; entonces, ¿por qué albergar reticencias,
al situar a la mujer en la Iglesia? (Y, por supuesto, no nos metemos en berenjenales hablando de
sacerdocio femenino y asuntos parecidos). Más bien, hacemos memoria de tantas mujeres que han
dado a luz, han alumbrado tanta vida en la Iglesia. Las conocidas: mártires, como Cecilia; místicas,
como Teresa de Jesús; madres y educadoras como Joaquina Vedruna; mujeres de la caridad, como
Luisa de Marillac. Sin olvidar a todas las mujeres anónimas que, en el hogar, en la escuela, en el
trabajo, en organizaciones diversas están haciendo brillar un magnífico y fecundo testimonio cristiano.
Estas mujeres hacen caso al Papa Francisco que reclama el genio y carisma femenino.
Conrado Bueno, cmf