Comentario al evangelio del lunes, 22 de septiembre de 2014
Queridos amigos:
Como una prolongación de la parábola del sembrador, Jesús advierte: “El candil ha de ser colocado
sobre en lo alto para que los que entran tengan luz”. Y a nosotros, en seguida, la luz nos evoca la luz
del bautismo, la luz desbordante de la Vigilia bautismal, Pascua de Resurrección. Sí, nos enseña la
liturgia que, como bautizados, somos “Nacidos de la luz, Hijos del Día”, y a Cristo le cantamos: “Eres
la luz y siembras claridades”. Y al nacer del agua y del Espíritu, somos hijos de la Iglesia sobre cuya
faz resplandece la claridad de de Cristo, Luz de las Gentes, según nos revelan las primeras palabras de
la Constitución sobre la Iglesia del Vaticano II. En el hombre, la antítesis de la luz es la ceguera. Nos
acordamos del ciego de nacimiento o del ciego Bartimeo junto al camino de Jericó. Como este último,
de entrada, le suplicamos a Jesús: “Señor, que vea”.
Esta es la definición de Cristo: “Yo soy la luz del mundo”. Una luz que va saltando: quien está cerca
de luz queda iluminado, y el cristiano, iluminado por Cristo, va iluminando al mundo con sus obras y
palabras. Porque esta luz de Jesús es la imagen de su intimidad divina. Lo explica él mismo, en los
escritos de San Juan: luz que es verdad: “El que obra la verdad viene a la luz”. Es vida: “La vida era la
luz de los hombres”. Es amor: “El que ama a su hermano está en la luz”. En el otro extremo están las
tinieblas, la noche (“era de noche”, cuando salió Judas de la Cena), el pecado. Por eso, San Pablo nos
exhorta a combatir “con las armas de la luz”. Los dones, cualidades y carismas que Dios pone en las
manos, en el corazón y en la inteligencia de los hombres son las luces con las que alumbramos a los
demás. Y, si son luz de Cristo, ¿cómo podremos ocultar una luz tan potentísima?
La vida de los hombres es rica y feliz cuando se abre a la luz de Cristo. Quien ama a los otros, quien
camina en la verdad, quien da vida por donde pasa va colmando de luz el espacio de los hijos de Dios.
La luz es transparencia, y la transparencia de alma genera credibilidad en las personas. Que la acedia o
una humildad de rancia ascética no nos arrastre a colocar la luz “bajo la cama”. Hagamos profesión
pública de nuestra fe, demos razón de nuestra esperanza, mostremos paladinamente que amamos a la
gente. Así alabarán todos al Padre del cielo. Que sepamos reflejar bien la claridad que nos llega de
Cristo. Si nos damos cuenta de que no somos la luz sino, solo, testigos de la luz, no correremos riesgo
de actitud altanera. Alegrémonos al constatar que hay mucha gente buena que llena de luz la familia, la
Iglesia, el mundo; hay muchos santos, muchos testigos cuya luz está bien puesta en el candelero. No
hace falta recurrir a altas instancias; en la vida de cada día nos topamos con hombres y mujeres
rodeados de santidad por todas partes. Hay muchos que hacen caso al Papa Pablo VI: “El mundo de
hoy necesita más de testigos que de maestros”. Lo bueno es que la esperanza nos asegura que al final
triunfará la luz de Cristo, vamos hacia la luz eterna: “Brille para ellos la luz eterna para que no bajen a
la oscuridad”, canta el oficio de difuntos. Y, en versos magníficos, pide a Dios el gran poeta leonés,
Antonio Gamoneda: “Despiértame, Señor, cada mañana, hasta que aprenda a amanecer, Dios mío, en
la gran luz de tu misericordia”.
Conrado Bueno, cmf