Domingo 25 ordinario. Ciclo A
No encontrarás un avariento que esté quieto un momento
Las parábolas de Cristo eran expresión de su tiempo, reflejaban la mentalidad y
las costumbres de su pueblo y las gentes las entendían no como un mensaje
propiamente del Señor sino como fruto de su propia reflexión. Por eso pegaban,
porque eran desde entonces patrimonio personal, se les veía como algo que ellos
mismos habían adquirido y no una imposición del predicador. Y por eso las
parábolas de Cristo siguen teniendo vigencia, sin embargo, no nos olvidemos
que reflejan costumbres de aquella época y que necesitamos por tanto cierta
adaptación a los tiempos que nosotros vivimos. También debemos admitir que
nuestras costumbres, nuestras normas, nuestras prescripciones, nuestra
normativa frente a los demás, incluso nuestras cuestiones fiscales, no
corresponden precisamente a la forma en que Dios trata con los hombres y a los
hombres. Para nosotros, la meta y el ideal de una buena relación entre los
hombres, sería la justicia, muy a nuestra manera, o sea darle a cada uno lo que
“legítimamente” le corresponde. Pero el proceder de Dios es completamente
distinto. Dios se rige con nosotros por su bondad, por su cariño y en una palabra
por su misericordia. Y esa tendría que ser entonces la meta entre los hombres.
Justicia, sí, pero no quedarse ahí sino dar el siguiente paso, el importante, hasta
hacer norma nuestra el proceder de Dios. Si no entendemos esto, la parábola
que nos ocupa hoy, sería imposible, el dueño sería metido en la cárcel por
injusto y por bribón, por pretender pasarse por arriba de la norma de los
hombres.
Se trata en cuestión de un patrón que ocupó gente muy temprano para trabajar
en su negocio y convino con ellos en un salario determinado. A lo largo del día,
fue llamando a otras gentes, a las cuales convino en pagarles lo justo , y ya por
la tarde, incluso viendo a obreros que habían estado simplemente a la espera,
sin quién los contratara, pensando en sus familias que se quedarían ese día sin
comer, quiso llamarlos también a su negocio. Hasta ahí todo va bien, pero la
sorpresa vino cuando el patrón mandó a su administrador que comenzara a
pagar a los obreros su salario, pero comenzando por los últimos, y con gran
sorpresa de los que trabajaron todo el día, recibieron el mismo sueldo que los
últimos, y con todo tuvieron el descaro de pedir al propietario otro trato distinto
pues según ellos habían soportado “el peso del día y del calor”. La respuesta,
aún para mis lectores, no puede ser más desconcertante, pues el patrón les echó
en cara que su salario había sido precisamente el convenido, que no les había
robado ni un centavo, que no se había obrado con ellos con injusticia, pero a
continuación deja las cosas muy en claro: “Yo quiero darle al que llegó al último
lo mismo que a ti. ¿Qué no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿O vas a
tenerme rencor porque yo soy bueno?”.
Pues así se las gasta nuestro Señor, que dejará ámpulas en el ánimo de mucha
gente, los que a fuerza de muchos ayunos, de privaciones, de vidas entregadas
al bien de los pobres, de los necesitados, de los enfermos, gente de misa y
comunión diaria, gente que visitó con temor y con cierta repugnancia los
confesionarios, que hicieron largas peregrinaciones y que incluso fueron muy
generosos a la hora de socorrer a su iglesia, y luego ven con envidia que son
equiparados a los que hicieron de su vida un desorden, que no se negaron nada
de lo que pedían sus sentidos, que se atrevieron a atentar contra los bienes e
incluso contra la vida de sus semejantes, que vivieron a costa de ellos, que
disfrutaron opíparamente de todo lo que el mundo puede dar. Y se preguntan
¿para qué tanto esfuerzo y tantas privaciones si al final todos llegaremos a tener
la misma condición? Lo cual significa entonces que nunca entendimos la
liberalidad, la bondad y el cariño de nuestro buen Padre Dios que se preocupó
por que la salvación traída por su Hijo Jesucristo alcanzara para todos los
hombres, y que nunca entendimos la necesidad de amarlos a todos, por
supuesto, no sus excesos ni sus injusticias, y tampoco alcanzamos a alegrarnos
con la alegría de un Padre que finalmente ve a sus hijos venidos de todos los
rincones de la tierra formando la gran familia de los hijos de Dios en la presencia
del Buen Padre Dios que los acoge a todos y los estrecha sobre su corazón.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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