XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Rosalino Dizon Reyes
Si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas (Fil 2, 1)
Como su Padre, Jesús no se complace en la muerte de los pecadores, sino en que
cambiemos de conducta y vivamos. Es clemente y compasivo, lento para la ira, rico
en amor y fidelidad.
No reacciona impetuosamente nuestro Señor a nuestra desobediencia; no nos la
echa en cara ni nos castiga enseguida. Sabe esperar. Nos da tiempo suficiente para
que nos arrepintamos. No nos paga según nuestras culpas. Su soberanía poderosa
se manifiesta en la moderación y la indulgencia.
Pero no así lo ven a Dios muchos practicantes religiosos de observancia estricta.
Ellos se fastidian al notar que queda impune un ofensor. Como el profeta Jonás, se
disgustan irrazonablemente y se les escapan de la memoria sus faltas y la bondad
de Dios para con ellos.
La expectativa de ellos es que Dios responda inmediatamente al desobediente con
castigo debido. Hay que enseñarle al delicuente su lugar y poner freno a toda
delicuencia en sus comienzos. Si nada se dice ni se hace, se va a dar la impresión
de que uno es un consentidor, injusto o débil.
Los que comentan, sin embargo, que el proceder divino no es justo son con
frecuencia los realmente culpables de la injusticia. Tales personas recapacitan y se
arrepienten solo con mucha dificultad, aun enseñándoles sin ambigüedades la Ley y
los profetas y el Hijo mismo de Dios el camino de la justicia.
Pero igual les muestra Jesús su paciencia inagotable. Sigue anhelando el día en que
podrá reunirlos a todos ellos y abrazar incluso a los que han matado a los profetas
y a los enviados de Dios. Es que son irrevocables las dádivas, la llamada y las
promesas de Dios. Y él las renueva en la nueva alianza sellada con el sacrificio de
Jesús, quien entregó su cuerpo y derramó su sangre por todos. Dios no repudia, no
abandona a nadie.
Si, pues, alguien queda desertado, será por su propia culpa, por rehusar, por propia
voluntad, acudir a Dios por Jesús. El castigo, la muerte, no viene de Dios, sino de
nosotros. Resulta de las decisiones erróneas que hacemos; «lo que uno siembra eso
cosechará». El confinamiento solitario infernal es consecuencia lógica de querer
estar solos, de encerrarnos en nuestros intereses, de cerrarnos a Dios y al prójimo.
Ensimismados nos destrozamos a nosotros mismos. Según san Vicente de Paú,
quien no tiene entrañas compasivas es inhumano, es peor que las bestias (XI:561).
El incompasivo es como una peña, insensible, incapaz de convertirse, de crecer y
madurar.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)