Domingo XXVIII durante el año - A
INVITADOS AL BANQUETE ETERNO
Jesús siguió hablándoles por medio de parábolas a los sacerdotes y a los
ancianos del pueblo: Aprendan algo del Reino de los Cielos. Un rey preparaba las
bodas de su hijo, por lo que mandó a sus servidores a llamar a los invitados a la
fiesta. Pero éstos no quisieron venir. De nuevo envió a otros servidores, con
orden de decir a los invitados: “He preparado un banquete, ya hice matar
terneras y otros animales gordos y todo está a punto. Vengan, pues, a la fiesta
de la boda”. Pero ellos no hicieron caso, sino que se fueron, unos a sus campos
y otros a sus negocios. Los demás tomaron a los servidores del rey, los
maltrataron y los mataron. El rey se enojó y envió a sus tropas, que dieron
muerte a aquellos asesinos e incendiaron su ciudad. Después dijo a sus
servidores: “El banquete de bodas sigue esperando, pero los que habían sido
invitados no eran dignos. Vayan, pues, a las esquinas de las calles e inviten a la
fiesta a todos los que encuentren. Los servidores salieron inmediatamente a los
caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, de modo que
la sala se llenó de invitados. Mt. 22,1-14
Jesús compara la vida eterna a un suculento banquete de bodas, un festín
permanente, al que Dios invita a sus amigos. Son admitidos todos los que
han acogido con gratitud la invitación y reúnen las condiciones dignas para
participar en el gran banquete. Por desgracia, muchos no aceptan la
invitación o no reúnen las condiciones para ingresar al banquete, con lo
cual pierden el derecho a compartir la fiesta eterna.
Mas hay quiénes negocian con todo, incluso con el prójimo: a costa del
hambre, la enfermedad, la ignorancia, el sufrimiento, y hasta con la
religión, y celebran banquetes sobre el hambre y el dolor de otros. Ésos ya
han recibido su paga: se han hecho su cielo en la tierra, y se autoexcluyen
del banquete eterno.
Y es evidente en el mundo de hoy, donde muchos nadan en lujos, en
poder y en placer, sin tener en cuenta que su paraíso terreno se
derrumbará de improviso, cuando menos lo piensen.
Sin embargo, los que nos consideramos tal vez suficientemente buenos,
también debemos reaccionar, y considerar si gozamos con gratitud y
usamos bien los dones de Dios, o si olvidamos al Dios de los dones, sin
pensar para qué nos los dio, o si los disfrutamos en contra de su voluntad.
¿Nos aferramos a los gustos del cuerpo y a bienes caducos, como si fueran
eternos?
San Pablo escribe: “Sé vivir en la pobreza y en la abundancia” (Flp 4, 12),
pues aquí abajo todo es relativo y pasajero: la salud y la enfermedad, la
riqueza y la pobreza, el gozo y el sufrimiento. Lo único que cuenta es la
salvación definitiva: la nuestra y la del prójimo, para luego gozar del
banquete eterno, donde Cristo Rey nos tiene preparado un sitio, que nos
ganó con su vida, muerte y resurrección. ¡No lo perdamos todo y a Dios
mismo, nuestro sumo Bien y Felicidad!
San Pablo decía también: “Para mí la vida es Cristo, y es con mucho lo
mejor morirme para estar con Cristo” (Flp 1, 21) . Asegurémonos nuestro
puesto mediante la unión real con Jesús presente, y no cambiemos
nuestra sublime herencia eterna, por un plato de placeres que pronto se
esfuman.
La salvación no es juego ni tampoco un privilegio de unos pocos. Hay que
tomar muy en serio la vida terrena y la eterna, la propia y la ajena. El
vestido de bodas son las obras de amor a Dios y al prójimo, a imitación de
Cristo, nuestro Camino, Verdad y Vida. Las obras de amor nos revisten de
Cristo.
Librémonos del eterno remordimiento de perder los bienes de la tierra y
los del cielo a la vez y para siempre, y a Dios mismo, el cual, sin embargo,
ansía compartir con todos nosotros su banquete eterno.
Padre Jesús Álvarez, ssp