XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Rosalino Dizon Reyes.
Acogiendo la palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo (1 Tes 1, 6)
Es fácil recitar los dos mandamientos inseparables que sostienen la Ley entera y los
profetas. Lo que nos resulta difícil es amar concretamente a Dios invisible, amando
al prójimo que vemos.
Y aún más difíciles de amar son los imposibles de evitar, pero a quienes no
queremos ver. Hoy día están por todas partes, en los países más pobres y en los
más ricos, hombres de dolores y sufrimientos, sin presentación ni belleza.
Son inevitables porque, en primer lugar, somos ellos y ellos son nosotros.
Dolorosamente señalan la precariedad y la inseguridad de la vida humana, lo
fundamentalmente pobres que somos nosotros. Lo que les está pasando a ellos
fácilmente nos puede pasar a nosotros.
¿No será por esto que los despreciamos y desestimamos y no los miramos? No nos
gusta que se nos recuerde que somos vulnerables o que estamos solo unos sueldos
lejos de encontrarnos deshauciados. Pero por mucho que lo intentemos, no
podemos negar nuestra verdadera condición.
En segundo lugar, el Hijo de Dios quiso hacerse pobre. Estar con «Dios-con-
nosotros» significa estar con el pobre. Imposible huir del que se mantiene fiel aun a
los infieles, pues no puede negarse a sí mismo. Incesante e incansable les busca a
los infieles.
Y de hecho, lo necesitamos. Realmente, ¿qué haríamos sin él? ¿Quién soportaría
nuestros dolores y sufrimientos? ¿Quién se cargaría con nuestros crímenes y
castigos? ¿Quién nos advertiría del desenlace triste y penoso de los codiciosos y los
indiferentes a los desvalidos? ¿Quién nos enseñaría el pleno cumplimiento de la Ley
y los profetas?
Nos es imprescindible, sí, la presencia del pobre. Él está llamando a la puerta de
nuestro corazón y clamando, para que, acogiéndole con cariño, nos salvemos del
egocentrismo que, sordo y ciego a otros, se entrega a ganar el mundo entero, solo
para arruinarlo todo y a todo el mundo. El pobre nos enriquece con su pobreza.
Su pobreza da testimonio de una vida inusitada que concuerda con la enseñanza
paradójica: «Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la
encontrará». Nos convida Jesús a esta vida, a la comunión con su cuerpo y su
sangre, a la Iglesia de los pobres. ¿Qué estamos esperando, entonces?
¿Nos repugnan su aspecto exterior y su olor? Si le damos la vuelta a la medalla,
como nos exhorta san Vicente de Paúl (XI:725), lo anhelaremos e inhalaremos la
fragancia que exhala.
Señor Jesús, enséñanos a amarte como te amó san Vicente de Paúl.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)