Pautas para la homilía
Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre)
Qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos
Somos hijos de Dios.
“Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos, pues lo somos”
(1ªLectura). Esta es la idea que más repite San Juan en sus cartas, que somos
hijos de Dios y objeto de su amor de Padre. Pero esto hay que entenderlo bien. San
Pablo dice que “somos hijos en el Hijo”(Ro.15, 15-16). Por el don de su Espíritu, en
el Bautismo, hemos sido hecho hijos por adopción y con el mismo derecho que él a
llamarle Padre (Gal.4, 4-7; Ef. 1,5). Todas las creaturas, por haber sido creadas por
Dios, por haber recibido de El la existencia, pueden llamarle Creador, Autor, Señor.
Pero padre sólo se puede llamar a alguien de quien se ha recibido no sólo la
existencia, sino la sangre, la esencia, la naturaleza. A Dios sólo le puede llamar
Padre con todo derecho y en verdad su Hijo que, encarnado, fue Jesucristo. Y, con
Jesucristo, y con el mismo derecho que él, por el don de su Espíritu, de su gracia,
de su misma vida divina, pueden llamar Padre a Dios los que han recibido este don,
que Dios Padre quiere que sean todos los hombres.
En consecuencia, Dios a todos sus hijos quiere darles la herencia de su Hijo: la
resurrección y vida eterna (Ro.8, 17; Gal. 4, 7). Desde la contemplación de este
“tremendo misterio”, todos los bautizados hemos sido hechos santos por el Espíritu
Santo que se nos ha dado. El Bautismo es un nuevo nacimiento, una
transformación de nuestro ser (algo ontológico). De ahí que también deba haber,
un nuevo obrar, una vida nueva en los bautizados (algo dinámico). Los santos,
hombres y mujeres beatificados y canonizados cuya memoria hoy celebramos, en
sus vidas han llevado a su plenitud su Bautismo, la santidad original que les fue
dada. Por eso se nos proponen como modelos de vida, de santidad.
Llamados a la santidad.
La llamada a la santidad es común para todos los bautizados, sea cual sea su
estado de vida (Vat. II, I. 11 y 39). Y, hablando de la santidad, el evangelio de hoy
no nos permite perdernos en añoranzas y consuelos demasiado espirituales y
ultraterrenos. Al contrario, nos remite al realismo de la vida, al terreno de las
Bienaventuranzas, que vivió Jesús primero, y como Él los santos que trataron de
seguir sus pasos.
Las Bienaventuranzas en boca de Jesús son fórmulas breves de tono profético, que
anuncian la llegada del Reino previsto por Isaías. El profeta veía en los pobres, los
hambrientos y los oprimidos los destinatarios de la Salvación. Dios viene realmente
y viene gratuitamente. En los pobres, que no tienen nada con qué pagar, se
manifiesta más claramente la gratuidad del don de Dios, de la Salvación. Mateo
coloca el discurso de las Bienaventuranzas en el contexto del Sermón de la
Montaña, dirigido a los pobres, a los pequeños, a los seguidores de Jesús, que
buscan primero su Reino y de los que es el Reino. Las Bienaventuranzas no son
simples consejos, son la Nueva Ley, la Carta Magna del Reino iniciado en y por
Jesucristo . El Monte donde las proclama Jesús (o las sitúa Mateo) recuerda al
Monte Sinaí, donde Moisés recibió de Dios la Antigua Ley. Los destinatarios
recuerdan a los pobres de Yahvé (los santos del A.T.), que siguieron las pautas de
la Primera Alianza. La visión que Mateo ofrece de la Bienaventuranzas es más una
profundización espiritual y moral del Evangelio. Lucas, por el contrario, propone una
interpretación de la Bienaventuranzas a la luz de las enseñanzas de Jesús sobre la
pobreza y el empleo de las riquezas. Ambas versiones, bien interpretadas, se
complementan, son incluyentes.
Cuando se vive en la gratuidad y se recibe el Don de Dios, el Reino, la Salvación
como gracia; cuando este Don se valora y se experimenta como lo supremo, lo
verdaderamente necesario y fundamental, entonces se puede vivir aquí ya la
bienaventuranza y aspirar a su plenitud en Dios. Entonces es posible el amor, el
compartir, hacer de lo más pasivo (la pobreza, la no violencia, la simplicidad de
corazón) lo más activo (amor confiado y tenaz, amor al prójimo hasta el extremo,
la lucha no violenta por la justicia). Entonces es posible transformar la ineficacia e
impotencia en sabiduría de lo esencial (la libertad interior y la vida teologal).
Entonces se puede convertir el llanto y el sufrimiento en consuelo y paz, se puede
hablar de misericordia y limpieza de corazón y hasta la persecución y la muerte
pueden ser caminos de vida. Pero esto sólo es posible de verdad desde el Don de
Dios, con el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones (Ro.5,5), so pena de
hacer de las Bienaventuranzas unas proclamas de cualquier otra revolución. El
Reino de Dios es justicia y es paz, es revolución y no violencia, es empeño del
hombre y obra de Dios. Así lo entendieron y lo vivió Jesús y sus mejores
seguidores, los santos. Así somos invitados nosotros al mismo seguimiento. De esta
manera, viviremos la comunión de los santos, la comunión de vida con ellos.
Eucaristía y comunión de los santos.
En cada Eucaristía recordamos a los santos, deseando seguir su camino aquí en la
tierra y compartir después la herencia definitiva con ellos en el Cielo. Les
invocamos al comienzo de la celebración en el “yo confieso”, y nos sentimos unidos
a ellos sobre todo en la Plegaria Eucarística. En la 1ª plegaria decimos: “veneramos
la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María… y la de todos los
Santos: por sus méritos y oraciones concédenos en todo tu protección”. Como ellos
lo hicieron tantas veces, nosotros comemos también el Pan de la Santidad, para
vivir en nosotros la Pascua de Jesús o, mejor, para dejar que Él la viva en nosotros.
Fr. Marcos Ruiz Arbeloa
Convento de Sto. Tomás (Ávila)
Con permiso de: dominicos.org