La conmemoración de los fieles difuntos
(Sab 3, 1-9; Sal 26; I Jn 3, 14-16; Mateo 25, 31-46)
… hoy la Iglesia nos invita a rezar por nuestros queridos difuntos y a visitar sus
tumbas en los cementerios.
La fiesta de todos los santos, que celebramos ayer, y la conmemoración de los
fieles difuntos, que celebramos hoy, tienen algo en común y, por este motivo, han
sido colocadas una tras otra. Incluso el pasaje evangélico es el mismo, la página de
las bienaventuranzas. Ambas celebraciones nos hablan del más allá. Si no
creyéramos en una vida después de la muerte, no valdría la pena celebrar la fiesta
de los santos y menos aún visitar el cementerio. ¿A quién visitaríamos o por qué
encenderíamos una vela o llevaríamos una flor?
Por tanto, todo en este día nos invita a una sabia reflexi￳n: “Ensé￱anos a contar
nuestros días -dice un salmo- y alcanzaremos la sabiduría del coraz￳n”. “Vivimos
como las hojas del árbol en oto￱o” (G. Ungaretti). El árbol en primavera vuelve a
florecer, pero con otras hojas; el mundo continuará después de nosotros, pero con
otros habitantes. Las hojas no tienen una segunda vida, se pudren donde caen.
¿Nos pasa a nosotros lo mismo? Aquí termina la analogía. Jesús prometi￳: “Yo soy
la resurrección y la vida, quien vive y cree en mí aunque muera vivirá”. Es el gran
desafío de la fe, no sólo de los cristianos, sino también de los judíos y de los
musulmanes, de todos los que creen en un Dios personal.
En efecto, hay un lugar del que nunca regresaremos y del que no querremos
regresar. Jesús ha ido a prepararlo para nosotros, nos ha abierto la vida con su
resurrección y nos ha indicado el camino en el Evangelio de hoy: sabernos
samaritanos de nuestros hermanos, vengan benditos de mi Padre. Un lugar en el
que el tiempo se detendrá para dejar paso a la eternidad; donde el amor será pleno
y total. No sólo el amor de Dios y por Dios, sino también todo amor honesto y santo
vivido en la tierra.
La fe no exime a los creyentes de la angustia de tener que morir, pero la alivia con
la esperanza. El prefacio de difuntos dice: “Si nos entristece la certeza de tener que
morir, nos consuela la esperanza de la inmortalidad futura”. “Morir s￳lo es morir.
Morir se acaba. /Morir es una hoguera fugitiva. /Es cruzar una puerta a la deriva/y
encontrar lo que tanto se buscaba. /Acabar de llorar y hacer preguntas, /ver al
Amor sin enigmas ni espejos; /descansar de vivir en la ternura; /tener la paz, la
luz, la casa juntas /y hallar, dejando los dolores lejos, /la Noche-luz tras tanta
noche oscura” (Luis Martín Descalzo).
En su encíclica sobre la esperanza cristiana, Spe salvi , el Papa Benedicto se
preguntaba: la fe cristiana, ¿es también para los hombres de hoy una esperanza
que transforma y sostiene su vida? (cf. ib ., 10). Y más radicalmente: ¿desean aún
los hombres y las mujeres de nuestra época la vida eterna? ¿O tal vez la existencia
terrena se ha convertido en su único horizonte?
En realidad, como ya observaba san Agustín, todos queremos la “vida
bienaventurada”, la felicidad; queremos ser felices. No sabemos bien qué es y c￳mo
es, pero nos sentimos atraídos hacia ella. Se trata de una esperanza universal,
común a los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares. La expresión
“vida eterna” querría dar un nombre a esta espera que no podemos suprimir: no
una sucesión sin fin, sino una inmersión en el océano del amor infinito, en el que ya
no existen el tiempo, el antes y el después. Una plenitud de vida y de alegría: esto
es lo que esperamos y aguardamos de nuestro ser con Cristo (cf. ib ., 12).
Hoy es un día muy oportuno para Renovar la esperanza en la vida eterna fundada
realmente en la muerte y resurrecci￳n de Cristo. “He resucitado y ahora estoy
siempre contigo”, nos dice el Se￱or, y mi mano te sostiene. Dondequiera que
puedas caer, caerás entre mis manos, y estaré presente incluso a las puertas de la
muerte. A donde ya nadie puede acompañarte y a donde no puedes llevar nada, allí
te espero para transformar para ti las tinieblas en luz. Pero la esperanza cristiana
nunca es solamente individual; también es siempre esperanza para los demás.
Nuestras existencias están profundamente unidas unas a otras, y el bien y el mal
que cada uno realiza también afecta siempre a los demás.
Así, la oración de un alma peregrina en el mundo puede ayudar a otra alma que se
está purificando después de la muerte. Por eso hoy la Iglesia nos invita a rezar por
nuestros queridos difuntos y a visitar sus tumbas en los cementerios. Que María,
Estrella de la esperanza, haga más fuerte y auténtica nuestra fe en la vida eterna y
sostenga nuestra oración de sufragio por los hermanos difuntos.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)