Pautas para la homilía
Fiesta. Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán (9 de noviembre)
El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros.
El templo de Jerusalén, morada de Dios entre los hombres
Para los judíos, Yahvé era el tres veces Santo: “Santo, santo, santo; llena está toda
la tierra de su gloria” (Is 6,3). Así lo recordamos en el Sanctus de la celebraci￳n
eucarística. Pero era sobre todo en el templo de Jerusalén donde el único Santo
posaba su Gloria. Su santidad era el adorno de la casa. Santo y seña de la ciudad,
el templo constituía el orgullo de todo el pueblo.
Esa es la Gloria que contempla el profeta Ezequiel en la primera lectura bajo la
imagen del torrente de agua “que bajaba de debajo del lado derecho del templo, al
sur del altar”. La corriente de agua, símbolo de la vida, se había convertido en un
torrente, símbolo de la abundancia de todo tipo de bienes. Por eso la ciudad se
llamará “Yahvé está allí” (48, 35) como fuente de gracia y de bendición para todos
sus habitantes. Y es que en el templo moraba la Gloria de Yahvé, deseoso de
habitar en medio de su pueblo para siempre (43,7).
Ahora bien, en la mentalidad primitiva de la tradición israelita estaban bien
definidas las fronteras entre las dos esferas de lo santo y de lo profano. De acuerdo
con la constitución fundamental del código de santidad que había de regir la alianza
espiritual de Dios con su pueblo (Lv 17-26), era necesaria la purificación ritual de
todo cuanto concernía a las celebraciones litúrgicas del templo a fin de que el
pueblo pudiera congraciarse con su Dios. Pureza ritual que, en el devenir del
mensaje profético, dará paso más tarde a un proceso de interiorización religiosa en
el ámbito de la conciencia moral y del cambio de actitudes como anticipo de la
enseñanza de Jesús (Mt 15,10-20).
Jesús hablaba del templo de su cuerpo
Dentro del contexto religioso que acabamos de esbozar cobra todo su relieve el
relato evangélico de la purificación del templo, en el que Jesús hablaba del templo
de su propia persona. Su cuerpo, muerto y resucitado, es ahora el nuevo templo
anunciado por los profetas, la morada de Dios entre los hombres, el nuevo lugar de
culto en espíritu y en verdad “por el que podemos acercarnos al Padre en un mismo
Espíritu” (Ef 2,18).
Es el mismo evangelista quien, en el relato de la samaritana, personaliza en Jesús
la atrevida imagen del templo evocada por el profeta Ezequiel: “el agua que yo le
dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4,14).
Jesús es el pozo inagotable del que brotan las aguas vivificantes del Espíritu (7,37-
39) y en el que pueden saciar su sed cuantos anhelan y buscan el encuentro con
Dios. Será también la imagen evocada por el autor del Apocalipsis al final de su
libro, cuando contempla “el río de agua de vida, brillante como el cristal, que
brotaba del trono de Dios y del Cordero (Apc 22,1). Se cumplen así las palabras
proféticas: “Sacaréis aguas con gozo de las fuentes del Salvador” (Is 12,3).
En la revelación cristiana, el acceso a Dios pasa siempre por la aceptación del
misterio de Cristo en su muerte y resurrección. Por eso el pueblo cristiano, reunido
en torno a Cristo, se identifica con su misterioso camino de abajamiento y
exaltación. Por eso mismo responde y acoge con un sincero y rotundo “amén” la
solemne proclamaci￳n del sacerdote en la eucaristía: “por Cristo, con él y en él…”.
Él es el único Mediador entre Dios y los hombres.
Somos templo de Dios
Por la fe bautismal, el cristiano se incorpora a la Iglesia del Señor, templo de Dios y
morada del Espíritu en Cristo Jesús. Es esta dimensión eclesial la que configura su
identidad como miembro del Cuerpo de Cristo, el Señor de la gloria. Somos templo
de Dios en el seno de la Iglesia del Señor.
Desde esa perspectiva podemos decir que el bautizado participa del mismo Espíritu
del Se￱or con el que fue ungido Jesús, vocacionado “para hacer el bien y curar a
todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38). Es así
como el bautizado responde a su verdadera condición cristiana de templo de Dios
en la medida en que oficia su liturgia diaria acompañando y atendiendo a cuantos
encuentra en su camino, hijos de Dios y hermanos en Cristo Jesús.
Como nos recuerda el Apóstol, todos somos colaboradores en la edificación del
templo de Dios. Ahora bien, su advertencia es clara: “Mire cada cual c￳mo
construye (si con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja), pues nadie
puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo”. Como piedras vivas y
espirituales del templo de Dios (1 Pe 2,5), somos llamados a ejercer con
responsabilidad el sacerdocio del pueblo santo, a ofrendar una vida cargada de
frutos de buenas obras. Ese es el verdadero culto espiritual, el sacrificio vivo, santo
y agradable a Dios en Cristo Jesús (Rm 12,1).
Fray
Juan
Huarte
Osácar
Convento de San Esteban (Salamanca)
Con permiso de: dominicos.org