La Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán
09 de Noviembre
PRIMERA LECTURA
Vi que manaba agua del lado derecho del templo, y habrá vida dondequiera que llegue la corriente
Lectura de la profecía de Ezequiel 47, 1-2. 8-9. 12
En aquellos días, el ángel me hizo volver a la entrada del templo. Del zaguán del templo manaba agua hacia
levante -el templo miraba a levante-. El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar.
Me sacó por la puerta septentrional y me llevó a la puerta exterior que mira a levante. El agua iba corriendo por
el lado derecho. Me dijo: «Estas aguas fluyen hacia la comarca levantina, bajarán hasta la estepa,
desembocarán en el mar de las aguas salobres, y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde
desemboque la corriente, tendrán vida; y habrá peces en abundancia. Al desembocar allí estas aguas, quedará
saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente. A la vera del río, en sus dos riberas, crecerán
toda clase de frutales; no se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán; darán cosecha nueva cada luna,
porque los riegan aguas que manan del santuario; su fruto será comestible y sus hojas medicinales.»
Salmo 45, 2-3.5-6.8-9 R/ El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada
SEGUNDA LECTURA
Sois templos de Dios
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 3, 9c-11. 16-17
Hermanos: Sois edificio de Dios. Conforme al don que Dios me ha dado, yo, como hábil arquitecto, coloqué el
cimiento, otro levanta el edificio. Mire cada uno cómo construye. Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya
puesto, que es Jesucristo. ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si
alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo sois
vosotros.
EVANGELIO
Hablaba del templo de su cuerpo
Lectura del santo evangelio según san Juan 2, 13-22
Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de
bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del
templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían
palomas les dijo: «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.» Sus discípulos se
acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.» Entonces intervinieron los judíos y le
preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días
lo levantaré.» Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis aсos ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a
levantar en tres días?» Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los
discípulos se acordaron de que lo habla dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
El templo de Dios que es la humanidad de Cristo
Solemos hacernos la idea de que Roma, la ciudad de Pedro, es sólo la ciudad de Pedro. Pero,
en realidad, esa es una verdad a medias. En Roma, viviendo allí, uno se sorprende de cómo,
en la devoción de los católicos romanos, Pablo está al mismo nivel que Pedro, si no por
encima. ¿Quién no se ha preguntado alguna vez por qué San Pedro no tiene una fiesta propia
y exclusiva, sino que su fiesta se celebra junto con la de Pablo, el 29 de junio? Pero hay más.
Muchísimos católicos se sorprenden cuando se les dice que el primer templo del mundo
católico no es la basílica de San Pedro en el Vaticano, sino la de San Juan de Letrán, que es
la catedral de la diócesis de Roma y, por tanto, aquella de la que el Papa es titular. Así que
aparece además Juan para robarle protagonismo a Pedro… Pero todo esto es muy justo y no
puede ser de otra manera. El primado de Pedro no significa que él sea más apóstol que los
demás, ni que ejerza su ministerio de manera absoluta. Roma, capital de la cristiandad, no
puede no ser una ciudad abierta, como reza el título de la clásica película de Rossellini. En
Roma se dan cita la tradición que nos vincula al mismo tiempo con el Jesús histórico y con
el Cristo resucitado (y que podría estar simbolizada por Pedro), la apertura y el impulso
misionero (que tan bien representa Pablo), pero también la contemplación y la mística del
amor (que con tanta profundidad expresa Juan).
La fiesta de hoy es la fiesta de un templo, el primero del mundo cristiano, dedicado a San
Juan y que se encuentra en la ciudad en la que Pedro y Pablo dieron el supremo testimonio.
Sin embargo, no es una fiesta que conmemora a los apóstoles, sino una fiesta del Señor, por
eso se impone incluso a la celebración del Domingo.
¿Qué es en realidad un templo? Un lugar en el que habita Dios. Pero no hay edificio que
pueda contenerlo. El Dios de Israel se resistió largo tiempo (si puede hablarse así, aunque lo
testimonia el Antiguo Testamento) a que le construyeran un edificio en el que habitar: “El
cielo es mi trono, y la tierra, el estrado de mis pies: ¿Qué templo podréis construirme o qué
lugar para mi descanso? Todo esto lo hicieron mis manos, todo es mío –oráculo del Se￱or”
(Is 66, 1). Por eso, Israel, que sabe que Dios no “cabe” en el mundo entero, reconoce un
reflejo de la presencia de Dios en toda la creaci￳n: “El cielo proclama la gloria de Dios, el
firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la
noche se lo susurra” (Sal. 18 A).
Pero ese “universo entero” incluye dentro de sí también a los hombres y a la historia que
estos van tejiendo con los hilos del espacio y el tiempo. Y en la historia humana surgen
personajes, acontecimientos y lugares que adquieren valor simbólico, porque densifican de
un modo u otro la experiencia de los hombres y los pueblos. Los templos son lugares
dotados del valor simbólico de la experiencia religiosa. En ellos se encuentran los hombres
para, juntos, encontrarse con Dios en la oración. Por ello, el lugar en el que realmente habita
Dios no es sobre todo el templo como edificio físico, sino la asamblea que en él se congrega.
Es lo que nos hoy recuerda Pablo: “Sois edificio de Dios”. Dios habita en medio de los
hombres, quiere convivir con ellos, convocarlos de la dispersión y hacer de ellos un pueblo,
una comunidad, una familia. El templo es, pues, la reunión de los diversos, la congregación
de los que estaban dispersos, la comunidad en la que no se uniforma sino que se armoniza la
pluriformidad humana. Por eso, en el templo vivo que es la Iglesia (y que en el mundo
católico simboliza, aunque no de modo exclusivo, Roma, ciudad abierta), tienen que caber
Pedro y Pablo, Juan y Santiago y esa ilimitada variedad que expresa el número doce, la
multiplicación de los cuatro puntos cardinales por los tres polos personales del misterio del
amor trinitario.
El quicio de unión de esta edificación viva es la piedra angular y el cimiento que es
Jesucristo, el Dios-hombre, el hombre en el que habita la plenitud de la divinidad, en el que
cada uno de nosotros puede encontrarse con Dios sin renunciar a la humanidad. El Dios,
cuya presencia refleja el universo y que se ha hecho realmente presente en la historia
humana por medio de Jesucristo, quiere habitar en cada uno de nosotros: “¿No sabéis que
sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” La meditaci￳n del
templo, lugar en el que habita Dios, nos abre los ojos para descubrir la insondable dignidad
humana, el valor sagrado que lo habita, la vocación a la que está llamado.
Dios llama a la puerta, pero de nosotros depende el abrirle o no. Porque esa dignidad y valor
infinito reside precisamente en nuestra libertad, que no nos hemos dado a nosotros mismo,
pero que, una vez la hemos recibido, es ya inalienable: nadie puede querer por nosotros
(pues nadie puede querer “sin querer”), ni siquiera Dios. Tal es el don que nos ha hecho y
que nos hace semejantes a Él. De ahí que, si bien esa dignidad absoluta nos es connatural, el
que la convirtamos en templo del Espíritu de Dios depende ya de nosotros: que le hagamos
lugar reconociéndole como nuestro Creador, para llegar a ser plenamente lo que ya somos
seminalmente; o que le expulsemos para ocupar nosotros mismos el lugar que sólo a Él le
corresponde.
La acción que Jesús realiza en el evangelio de hoy puede sorprender. Algunos, tal vez
demasiado condicionados por una imagen edulcorada y blanda de Jesucristo, se
escandalizan; otros se apoyan en este pasaje para justificar de un modo u otro el uso de la
violencia. Hay que entender esta acción de Jesús como un gesto profético, que el texto de
Ezequiel ilumina muy bien. Las aguas purifican el templo y lo hacen fecundo y fuente de
vida, limpiándolo de las impurezas que lo conducen a la muerte. Hay que tener en cuenta
que las aguas salobres y el mar del que se habla es el mar Muerto. Jesús es el agua viva que
limpia y purifica el templo de Dios, casa de oración. Los hombres, sus intereses mezquinos
y egoístas le han robado el espacio a Dios, impiden la comunicación con Él, no le dejan
hablar, y pretenden comprar lo que Él nos concede gratis. El gesto profético de Jesús nos
recuerda que el templo que es la Iglesia, la comunidad cristiana, cada uno de nosotros, tiene
que ser purificado igualmente por el agua viva del bautismo. Porque el bautismo no es un
acto puntual, de una vez y para siempre, sino el comienzo de un proceso, de un camino que
abarca la vida entera. Cristo, agua viva, nos purifica para abrir en nosotros espacio para
Dios, quita de en medio lo que molesta, no, tal vez, porque sea malo en sí, sino porque está
fuera de lugar. La purificación lo es de las idolatrías, de las confianzas desmedidas en lo que
no puede salvar, de lo que pretende ocupar el lugar de Dios. Aquí cada uno tiene que
examinarse. Solemos hablar, cuando nos referimos a esto, del dinero, la fama, el placer…
Pero hay otros ídolos más sutiles, porque se nos cuelan so capa de virtud, incluso de piedad.
A veces puede ser un rígido y estrecho moralismo, o un tradicionalismo de cortos vuelos, o
un progresismo algo narcisista, o un activismo alienante por el que hacemos muchas cosas
por los demás o por Dios, pero descuidamos eso “único importante” que representa María
frente a Marta, ese santuario del Espíritu Santo que nos habita y en el que Dios quiere
comunicarse con nosotros. Volviendo al comienzo de nuestra reflexión: sólo Pedro (no
como tal, sino lo que simboliza: sólo la tradición o la ortodoxia) o sólo Pablo (sólo la
apertura, la actividad y el compromiso) pueden ser insuficientes para abrir a Dios el espacio
que crea en nosotros y entre nosotros el templo de Dios. Para que nuestra ciudad se abra del
todo, además es imprescindible Juan, la conciencia de ser “el discípulo amado” (¿es que no
lo somos cada uno de nosotros?), la contemplación de lo que podemos ver con nuestros ojos
y tocar con nuestras manos (cf. 1 Jn 1, 1), el misterio del amor.
Y es que la purificación que Jesús, si le dejamos entrar, hace de nuestro santuario y que va
llevando a cabo en cada uno de nosotros (algunas veces azotándonos, empujándonos, tirando
por el suelo nuestra preciadas monedas) a través de los múltiples acontecimientos de la vida,
nos descubre el sentido profundo de ese misterio tan difícil de entender y que es la clave de
su acción profética: el misterio de la cruz. Lo que en el fondo importa es el amor: la
disposición a dar la vida por los demás. Es así como construimos el templo de Dios, como le
hacemos sitio en nuestro mundo, como nos transformamos en piedras vivas de ese templo
que somos. Pero, ¿cómo entender esto y ponerlo en práctica si no acudimos al Maestro que
nos purifica y enseña, si no vivimos en comunión viva con la piedra angular del templo de
Dios entre los hombres?