CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO, CICLO B
(Samuel 7:1-5.8-12.14.16; Romanos 16:25-27; Lucas 1:26-38)
En abril un misionero Jesuita fue asesinado en Siria. El padre Franz van der Lugt
fue amigo tanto de los musulmanes como de los cristianos. Trabajaba por la
reconciliación entre los dos pueblos, y ganó el afecto de casi todos. A lo mejor fue
un extremista musulmán que lo ejecutó, pero quien era responsable no importa
aquí. Su asesinato pone en relieve la necesidad de la iniciativa de Dios relatada en
el evangelio hoy.
Dios envía al ángel Gabriel a María de Nazaret. Quiere que la joven sea un
instrumento clave en Su plan para reconciliar el mundo. Ella daría a luz un hijo con
el nombre “Jesús” que significa “Dios salva”. Por José, su esposo con quien no ha
tenido relaciones íntimas, el niño tendría el linaje de David. Como su antepasado
reunió todas las tribus de Israel, Jesús reuniría las naciones del mundo en un solo
pueblo exaltando a Dios. Se ha mostrado este logro en los santos de la Iglesia tan
diversos como San Martín, el mulato de Perú, y Santa Teresa Benedicta de la Cruz,
la conversa alemán del judaísmo.
Tan noble como suene, ser el hijo de David no sería la identificación más
distinguida para Jesús. El ángel dice a María que el Espíritu Santo descendería
sobre ella haciendo a Jesús el Hijo del Altísimo. Por esta descendencia, él sería la
presencia reconciliadora de Dios ofreciendo cada corazón humano la paz. La
persona sólo tiene que arrepentirse de sus modos pecaminosos confiando en la
misericordia de Dios.
María demora un momento. No es que tenga dudas del plan de Dios. Sólo no está
segura que el ángel haya llegado a la puerta correcta. Como virgen, se pregunta
cómo puede ser madre. Cuando el ángel le asegura que sería por intervención del
Espíritu Santo, María responde con más que un “sí”. Precisamente dice,
“…cúmplase en mí lo que me has dicho”. Es el tipo de lenguaje que hace firme lo
que está pensando en su mente. Es como el compromiso que los novios hacen en
el día de sus bodas. Es decir, “Ya no quiero más seguir mi propia voluntad sino la
tuya”. Es el mismo compromiso que hace Jesús para proclamar el amor redentora
de Dios Padre en todas partes, cueste como cueste.
Como Jesús y como María, hemos de conformarnos a la voluntad de Dios Padre.
Cada uno tiene que discernir en la oración lo que Dios quiere para él o ella. Sin
embargo, podemos enumerar algunas disposiciones que conforman a la voluntad de
Dios para el tiempo navideño. Primero, Dios quiere que tratemos todos los deleites
del tiempo – los pasteles y regalos -- como signos indicando la llegada del
Salvador. Qué no confundamos las señales con la realidad, Jesucristo, por caer en
la gula o la envidia. Segundo, el Señor desea que nos aprovechemos de este
tiempo de paz para buscar la reconciliación con nuestros enemigos. Tal vez
hayamos discutido con un pariente o guardemos el rencor contra un conocido. No
hay mejor oportunidad para enmendar relaciones que estos días de gracia.
También es oportunidad para rezar por los perseguidores de nuestros hermanos
cristianos en el Medio oriente y el África. Finalmente, Dios quiere que recordemos a
los pobres con quienes Jesús se identificó cuando lo colocaron en el pesebre. Es
tiempo de compartir de nuestra riqueza con las Caridades Católicas o la Campaña
Católica para el Desarrollo Humano.
A las familias les gusta amontar los regalos cerca el árbol navideño. Son
bonitamente envueltos con cintas de rojo y verde. Los niños se preguntan si los
regalos tendrán los juguetes que pedían. Los adultos esperan que no se les
olvidara de nadie. Pero el mejor regalo no se puede poner al pie del árbol
navideño. Ni se puede conseguir por sí mismo. Pues el mejor regalo es la
reconciliación que Jesús nos ganó por cumplir la voluntad de Dios Padre. Es la
reconciliación que nos ganó Jesús.
Padre Carmelo Mele, O.P.