II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
SABER POR EXPERIENCIA
Padre Pedrojosé Ynaraga Diaz
Reconozco, mis queridos jóvenes lectores, que las tres lecturas de la misa de hoy
me caen tan bien, que me gustaría estar con vosotros, disponer de una tarde y
comentarlas con tranquilidad. Escribir todo lo que se me ocurre ahora respecto a
ellas, de ellas sería para vosotros y para mi mismo, insoportable. Debo, pues,
dominarme y saber prescindir de muchas cosas que se me ocurren.
Como está establecido, la primera lectura, en este caso y casi siempre del Antiguo
Testamento, es un anticipo de la evangélica, que, evidentemente, ocupa el tercer
lugar. Empezaré por ella.
El chiquillo llamado Samuel había sido deseado ardientemente por su madre Ana.
Se lo había suplicado al Señor con lagrimas, en una de las periódicas visitas que la
familia hacía al templo de Silo. En la antigüedad, la oración era siempre vocal,
resonando lo pronunciado por los labios en el interior de la persona. Ella se
expresaba con tal ardor, que el sacerdote Elí creyó que estaba borracha. Sin
ofenderse por tal apreciación y con humildad, le explicó su pena. El sacerdote la
animó y marchó ella en paz.
Tal como era su deseo, quedó embarazada y dio a luz al chiquillo que llamó
Samuel. La maternidad era una gran suerte para toda mujer israelita, la esterilidad
su mayor desgracia. Ana, enormemente agradecida, se lo ofreció al Señor y lo dejó
interno en el santuario. Esta generosa donación, ocurriría poco después del destete.
Hemos de suponer, pues, que tendría unos seis o siete años. Sin duda el chiquillo
era espabilado y había sido educado por su madre en la virtud de la docilidad.
Mejor no lo puede uno imaginar. Se lo ofreció a Dios y le cantó un himno precioso.
Sin duda, Santa María lo conocía muy bien, pues, al ser descubierta su maternidad
por Isabel, también ella canto algo semejante al de Ana, pero mejorado.
Con una educación tan fina, no nos debe extrañar que el chiquillo estuviera
dispuesto a complacer a Dios, lo cual no quiere decir que supiera ya distinguir su
voz de la que pudiera pronunciar el sacerdote Elí.
La primera manera de responder, ya demuestra su bondad. Está dormido, la voz le
despierta y no se deja dominar por la pereza y decidido acude a donde cree
procede la llamada. Se repite el episodio más de una vez y descubrimos nosotros
también la bondad del anciano Elí. No se siente ofendido porque Dios no se dirija a
Él directamente, el gran sacerdote del Templo Nacional que es, ni a sus hijos.
Acepta la posible intervención del Señor a través de un niño. Cree en la juventud,
cosa necesaria todavía hoy. Entiéndase bien, en la juventud joven.
Cuando en su habitación Samuel responde a la voz divina: habla, Señor, que tu
siervo escucha, tal como le había enseñado su maestro, recibe la confidencia del
Altísimo. Gozaría satisfecho de ser confidente de Dios, pero también la pena por lo
que había escuchado. No escurre el bulto, le cuenta a Elí lo que se le había dicho...
Pasarán años y Samuel será el gran profeta, el gran sacerdote, el gran juez de
Israel. Todavía hoy, cuando uno, apeado del avión en Tel Aviv, se traslada a
Jerusalén, a unos 9 km antes de llegar a la capital, está el lugar donde residió ya
adulto, juzgo de acuerdo con su misión y dirigió con la misma docilidad de cuando
era niño la difícil transición de un régimen tribal a la monarquía que tanto deseaban
sus paisanos.
Pese a que este año en el ciclo establecido nos toque leer al evangelista Marcos,
antes de empezar, se nos ofrece un episodio propio de Juan..
El Bautista está llegando al final de su misión, ha conseguido éxito, no lo ignora,
pero tampoco quiere dormirse en sus laureles. No teme quedarse solo, o si lo teme,
no hace caso a la tentación. A sus predilectos, a estos que todavía están con él, les
muestra con quien deben ir, pese a que signifique que le abandonarán. El gran
maestro, el sublime profeta, está llegando a su culminación. Conviene que crezca,
aunque suponga disminuir. Este conocimiento y aceptación suya, no supone una
derrota. Acaba su misión, conviene que algunos de los suyos la continúen con
acierto.
Los discípulos no le piden razones ni demostraciones, le preguntan donde vive y se
van con Él. Se van a su casa, a experimentar como vive y así conocerle. Habréis
observado, mis queridos jóvenes lectores, que hoy en día se ha olvidado invitar a
casa. La mayor parte de gente de este decadente mundo occidental, invita a
encontrarse fuera de ella. Allí estarán cómodos, piensan sin duda y podrán discutir.
Es muy sencillo el encuentro, exige solamente pagar por el local, ahora bien ¿se
descubre la calidad y las cualidades de una persona, sin haber entrado en su casa?
¿sin haber convivido con él? Más que ofrecer algo de tus posibilidades económicas,
ofrécele tu corazón.
(os recuerdo ahora dos sentencias que he recordado con frecuencia. Os las citaré
de memoria. Decía Pascal: el corazón tiene razones que el cerebro nunca podría
saber. Y ahora de Goethe: si quieres conocer a alguien, entra en su casa para ver
como se está en ella)
Andrés, uno de los dos, no se queda para él el descubrimiento, busca a su hermano
y se lo comunica ¿qué hubiera pasado si los dos compañeros hubieran formado una
comunidad de su exclusiva pertenencia? Andrés, del que tan poco sabemos, se
convierte en el apóstol, del gran apóstol Pedro, ¡anda ya!
A seguir su ejemplo, pues. Y no puedo dejar de trasmitiros un corto comentario a la
lectura de Pablo. Si he sido fiel a su doctrina y he respetado mi corporeidad y la de
los demás, pese a las tentaciones, tampoco olvido el final. Cuando por TV tengo
ocasión de ver ballet, doy gracias al Señor de que los artistas den gloria a Dios con
su precioso cuerpo, con su armonía y el ritmo fiel a la belleza de la música. Y lloro
de emoción: algo así, pero a lo grande, debe ser el Cielo, pienso.