IV Domingo del Tiempo Ordinario/B
(Deut 18, 15-20; 1 Co 7, 32-35; Mc 1, 21-28)
Este hombre tiene autoridad
El Evangelio de este domingo (Mc 1,21-28) nos presenta a Jesús que, en el sábado,
predica en la sinagoga de Cafarnaún, la pequeña ciudad sobre el lago de Galilea. A
su enseñanza, que despierta la admiración de la gente, sigue la liberación de “un
hombre poseído por un espíritu inmundo” (v. 23), que reconoce en Jesús “al santo
de Dios”, es decir al Mesías. En poco tiempo, su fama se extendió por toda la
región, que Él recorre anunciando el Reino de Dios y curando a los enfermos de
todo tipo: palabra y acción. San Juan Crisóstomo nos hace ver cómo el Señor
“alterna el discurso en beneficio de los oyentes, en un proceso que va de los
prodigios a las palabras y pasando de nuevo de la enseñanza de su doctrina a los
milagros” ( Hom. in Matthæum 25, 1: PG 57, 328).
El nuevo profeta anunciado misteriosamente por el Deuteronomio, en la primera
lectura, es Jesús. Es el nuevo profeta que en el evangelio muestra una nueva
autoridad, que dice cosas nuevas sobre Dios. Una autoridad que causa efecto, es
decir, que cambia el hombre, lo transforma y le da una fuerza que jamás había
tenido. Da un vuelco a todas las cosas, aunque se llamen enfermedad, miseria o
malicia.
Ser profeta no significa preanunciar hechos futuros. Profeta no es tan sólo el que
predice de antemano lo que va a suceder, sino ante todo el que habla en nombre
de Dios. Jesús es el Profeta definitivo que habla y actúa con autoridad. No sólo
hablaría en nombre de Dios, sino que Él mismo sería la Palabra de Dios, el Verbo de
Dios. El Verbo hecho carne. Y vino hablar con todo el poder de la majestad divina.
No sólo el que enseña la verdad, sino el que es la Verdad misma. No sólo el
que marca el camino de la vida, sino que Él mismo es el Camino y la Vida. Jesús
hablaba con autoridad. Hablar con autoridad es convencer e impulsar.
Para eso, se necesita una cosa que tienen todos, otra que tienen pocos y otra que
no tiene casi nadie, y son: palabras prometedoras, que ya sobran; vida
consecuente con las palabras, que escasea, y hechos que hablen la vida y las
palabras, que ya faltan. Jesús con su palabra, su vida y sus milagros traía a los
demonios asustados y acabó con sus interferencias en las vidas de los hombres; ahí
está el caso del endemoniado del evangelio de hoy. Sólo el poder de Jesús es capaz
de exorcizar a los hombres, es decir, de sacarles del cuerpo los demonios
posmodernos: el confort materialista de la vida, el hedonismo del placer por el
placer, el culto al dinero, el culto al éxito personal, el laicismo sin espíritu, sin alma
y sin Dios, la filosofía del descarte y de la indiferencia ante la pobreza humana, la
corrupción, la intolerancia, la impunidad… el mundo de la mentira…
En muchos espacios no se quiere escuchar a Jesús y se le teme a su palabra.
Quizás a nosotros nos pase lo mismo que a los demonios que reconociendo la
autoridad de Jesús le decían: “¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret?
¿Has venido a acabar con nosotros?” Y ciertamente la palabra de Jesús es exigente
y descubre el corazón, pero es la única que nos dará la verdadera vida y libertad.
La palabra que Jesús dirige a los hombres abre inmediatamente el acceso a la
voluntad del Padre y a la verdad propia. A la eficacia de la palabra, Jesús unía la de
los signos de liberación del mal. San Atanasio observa que “mandar sobre los
demonios y expulsarlos no es obra humana sino divina”; de hecho, el Señor
“alejaba de los hombres todos los males y las enfermedades. ¿Quién, viendo su
poder… hubiera podido aún dudar que Él fuese el Hijo, la sabiduría y la potencia de
Dios?” ( Oratio de Incarnatione Verbi 18.19: PG 25, 128 BC.129 B).
La autoridad divina no es una fuerza de la naturaleza. Es el poder del amor de Dios
que crea el universo y, encarnándose en el Hijo unigénito, abajándose a nuestra
humanidad, sana al mundo corrompido por el pecado. Romano Guardini escribe:
“Toda la vida de Jesús es una traducción del poder en la humildad… es la soberanía
que se abaja a la forma de siervo” ( Il Potere , Brescia 1999, 141.142).
A menudo, para el hombre la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito.
Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor; significa
entrar en la lógica de Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos (cf.
Jn. 13,5), que busca el verdadero bien del hombre, que cura las heridas, que es
capaz de un amor tan grande como para dar la vida, porque es Amor. En una de
sus Cartas, Santa Catalina de Siena dice: “Es necesario que veamos y conozcamos,
en realidad, con la luz de la fe, que Dios es el amor supremo y eterno, y no se
puede desear otra cosa que no sea nuestro bien” ( Ep. 13 en: Le Lettere , vol. 3,
Bologna 1999, 206.).
Padre Bueno, que nos has enviado a tu Hijo Jesús y le has dado toda autoridad para
que nos conduzca por los caminos del bien y la verdad, concédenos por intercesión
de María…acoger de tal modo su palabra que podamos traducirla en milagros
cotidianos de servicio y amor.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)