V Domingo del Tiempo Ordinario/B
(Job 7, 1-4.6-7; 1 Co 9, 16-19.22-23; Mc 1, 29-39)
Oración y misericordia
El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús que cura a los enfermos:
primero a la suegra de Simón Pedro, que estaba en cama con fiebre, y Él,
tomándola de la mano, la sanó y la levantó; y luego a todos los enfermos en
Cafarnaún, probados en el cuerpo, en la mente y en el espíritu; Él “cur￳ a muchos…
y expulsó muchos demonios” (Mc 1,34). Los cuatro evangelistas coinciden en
testimoniar que la liberación de enfermedades y padecimientos de cualquier tipo,
constituían, junto con la predicación, la principal actividad de Jesús en su vida
pública. De hecho, las enfermedades son un signo de la acción del mal en el mundo
y en el hombre, mientras que las curaciones demuestran que el Reino de Dios –y
Dios mismo–, está cerca. Jesucristo vino para vencer el mal desde la raíz, y las
curaciones son un anticipo de su victoria, obtenida con su muerte y resurrección.
Un día Jesús dijo: “No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están
mal” (Mc. 2,17). En aquella ocasión se refería a los pecadores, que Él había venido
a llamar y a salvar. Sigue siendo cierto que la enfermedad es una condición
típicamente humana, en la cual experimentamos realmente que no somos
autosuficientes, sino que necesitamos de los demás.
Cuando la curación no llega y el sufrimiento se alarga, podemos permanecer como
abrumados, aislados, y entonces nuestra vida se deprime y se deshumaniza.
¿Cómo debemos reaccionar ante este ataque del mal? Por supuesto que con la cura
apropiada -la medicina en las últimas décadas ha dado grandes pasos, y estamos
agradecidos-, pero la Palabra de Dios nos enseña que hay una actitud determinante
y de fondo para hacer frente a la enfermedad, y es la fe en Dios, en su bondad. Lo
repite siempre Jesús a la gente que sana: Tu fe te ha salvado (cf. Mc 5,34.36).
Incluso de frente a la muerte, la fe puede hacer posible lo que es humanamente
imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios. He aquí la respuesta verdadera,
que derrota radicalmente al mal.
Por consiguiente, podemos hacer dos planteamientos: uno para los enfermos
mismos, otro para quien debe atenderles. Antes de Cristo, la enfermedad estaba
considerada como estrechamente ligada al pecado. En otras palabras, se estaba
convencido de que la enfermedad era siempre consecuencia de algún pecado
personal que había que expiar.
Con Jesús se da un nuevo enfoque a este tema: Él “tom￳ nuestras flaquezas y
cargó con nuestras debilidades” ( Mt 8, 17). En la cruz dio un sentido nuevo al dolor
humano, incluida la enfermedad: ya no de castigo, sino de redención. La
enfermedad une a él, santifica, afina el alma, prepara el día en que Dios enjugará
toda lágrima y ya no habrá enfermedad ni llanto ni dolor.
Después de la larga hospitalización que siguió al atentado en la Plaza de San Pedro,
el Papa Juan Pablo II escribió una carta sobre el dolor, en la que, entre otras cosas,
decía: “Sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos
a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo”
(Cf. «Salvifici doloris» , n. 23.). La enfermedad y el sufrimiento abren entre nosotros
y Jesús en la cruz un canal de comunicación del todo especial. Los enfermos no son
miembros pasivos en la Iglesia, sino los miembros más activos, más preciosos. A
los ojos de Dios, una hora del sufrimiento de aquéllos, soportado con paciencia,
puede valer más que todas las actividades del mundo, si se hacen sólo para uno
mismo.
Ahora una palabra para los que deben atender a los enfermos, en el hogar o en
estructuras sanitarias. El enfermo tiene ciertamente necesidad de cuidados, de
competencia científica, pero tiene aún más necesidad de esperanza. Ninguna
medicina alivia al enfermo tanto como oír decir al médico: “Tengo buenas
esperanzas para ti”. Cuando es posible hacerlo sin engañar, hay que dar esperanza.
La esperanza es la mejor “tienda de oxígeno” para un enfermo. No hay que dejar al
enfermo en soledad. Una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos, y
Jesús nos advirtió de que uno de los puntos del juicio final caerá precisamente
sobre esto: “Estaba enfermo y me visitaste… Estaba enfermo y no me visitaste”
( Mt 25, 36. 43).
Algo que podemos hacer todos por los enfermos es orar. Casi todos los enfermos
del Evangelio fueron curados porque alguien se los presentó a Jesús y le rogó por
ellos. La oración más sencilla, y que todos podemos hacer nuestra, es la que las
hermanas Marta y María dirigieron a Jesús, en la circunstancia de la enfermedad de
su hermano Lázaro: “¡Se￱or, aquél a quien amas está enfermo!” ( Jn , 11, 3).
Tengamos la costumbre de llamar al sacerdote para nuestros enfermos, no digo
para los resfriados de tres o cuatro días, pero cuando se trata de una enfermedad
seria, para que el sacerdote venga a darle la fortaleza de los sacramentos, esa
fuerza de Jesús para ir adelante, llenos de luz y de paz. Que por intercesión de
Nuestra Señora de la Soledad, Dios nos conceda ser unos para otros, mensajeros
de la misericordia, la ternura y el amor de nuestro Dios.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)