VI Domingo del Tiempo Ordinario/B
(Lev 13, 1-2.44-46; 1 Co 10, 31-11,1; Mc 1, 40-45)
Hoy el pasaje evangélico narra la curación de un leproso y expresa con fuerza la
intensidad de la relación entre Dios y el hombre, resumida en un estupendo
diálogo: “Si quieres, puedes limpiarme”, dice el leproso. “Quiero: queda limpio”, le
responde Jesús, tocándolo con la mano y curándolo de la lepra ( Mc 1, 40-42).
Vemos aquí, en cierto modo, concentrada toda la historia de la salvación: ese gesto
de Jesús, que extiende la mano y toca el cuerpo llagado de la persona que lo
invoca, manifiesta perfectamente la voluntad de Dios de sanar a su criatura caída,
devolviéndole la vida “en abundancia” (Jn 10, 10), la vida eterna, plena, feliz.
Antes una palabra acerca del fenómeno de la lepra. En libro del Levítico, se dice
que la persona de la que se sospeche que padece lepra debe ser llevada al
sacerdote, el cual, verificándolo, la ‘declarará impura’. El pobre leproso, expulsado
del consorcio humano, debe él mismo, para colmo, mantener alejadas a las
personas advirtiéndoles de lejos del peligro. La única preocupación de la sociedad
es protegerse a sí misma.
La otra cara de la monedad sobre la lepra la vemos en Jesús estaba, que
predicando en las aldeas de Galilea, no evade el contacto con el leproso, sino que
impulsado por una íntima participación de su condición, extiende su mano y le toca
–superando la prohibición legal–, le dice: “Quiero, queda limpio”. En ese gesto y en
esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, donde está incorporada
la voluntad de Dios de sanarnos y purificarnos del mal que nos desfigura y que
arruina nuestras relaciones. En aquel contacto entre la mano de Jesús y el leproso,
fue derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana, entre lo sagrado y su
opuesto, no para negar el mal y su fuerza negativa, sino para demostrar que el
amor de Dios es más fuerte que cualquier mal, incluso de lo más contagioso y
horrible. Jesús tomó sobre sí nuestras enfermedades, se convirti￳ en ‘leproso’ para
que nosotros fuésemos purificados.
Un maravilloso comentario existencial a este Evangelio es la famosa experiencia de
san Francisco de Asís, que lo resume al principio de su Testamento: “El Se￱or me
dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia:
cuando estaba en el pecado, me parecía algo demasiado amargo ver a los leprosos.
Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al
apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en
dulzura del alma y del cuerpo; y después me quedé un poco, y salí del mundo” (FF
110). En los leprosos, que Francisco encontr￳ cuando todavía estaba “en el pecado”
-como él dice-, Jesús estaba presente, y cuando Francisco se acercó a uno de ellos,
y, venciendo la repugnancia que sentía lo abrazó, Jesús lo sanó de su lepra, es
decir de su orgullo, y lo convirtió al amor de Dios. ¡Esta es la victoria de Cristo, que
es nuestra sanación profunda y nuestra resurrección a una vida nueva!
San Pablo relaciona la lepra con el pecado, y nos lo dice así: “Al que no conoció
pecado, le hizo pecado en lugar nuestro, para que seamos justicia de Dios
en El” (2 Cor 5, 21). Sí, la peor lepra es la del pecado. Lepra de mente, cuando
pensamos cosas indignas. Lepra de los ojos, cuando miramos lo que no debemos.
Lepra del corazón, cuando odiamos y deseamos el mal, o la mujer o el varón que
no nos corresponde. Lepra de las manos, cuando nos peleamos o cuando no
compartimos. Lepra de los pies, cuando transitamos por lugares tenebrosos. Y con
esta lepra del pecado vienen todas las consecuencias: nos apartamos de Dios, nos
alejamos de los hombres, matamos nuestra alma, y los demás males del mundo. ¿Y
por qué Dios no manda de nuevo el Diluvio (Gn 6) o hace caer fuego sobre las
nuevas Sodoma y Gomorra (Gn 19)? Tanto ama el Padre al mundo que hace a su
Hijo leproso, para que los hombres sientan la calidez y la ternura de Dios en sus
carnes.
Este pasaje evangélico nos invita, pues, a una reflexión doble. Ante todo, hace
pensar en dos niveles de curación: uno más superficial, afecta al cuerpo; el otro,
más profundo, a lo íntimo de la persona, lo que la Biblia llama el ‘coraz￳n’, y de ahí
se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la ‘salvaci￳n’. El
mismo lenguaje común, al distinguir entre ‘salud’ y ‘salvaci￳n’, nos ayuda a
comprender que la salvación es mucho más que la salud: es, de hecho, una vida
nueva, plena, definitiva. Además, aquí Jesús, como en otras circunstancias,
pronuncia la expresi￳n: “tu fe te ha salvado”. La fe salva al hombre,
restableciéndole en su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás;
y la fe se expresa con el reconocimiento.
Pensemos ¿Qué lepra invade mi vida? ¿Qué espero para acercarme a Cristo para
gritarle que me cure en la confesión? ¿Por qué no decirle a Jesús, con el corazón en
la mano: Señor, si tú quieres, puedes limpiarme.
Dirijámonos en oraci￳n a la Virgen María…, que nos llama a la oraci￳n y a la
penitencia. A través de su Madre, está siempre Jesús, que viene a nuestro
encuentro para liberarnos de toda enfermedad del cuerpo y del alma. ¡Dejémonos
tocar y purificar por Él, y seamos misericordiosos con nuestros hermanos!
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)