Encuentros con la Palabra
Domingo II de Cuaresma – Ciclo B (Marcos 9, 2-10) –
“Este es mi Hijo amado: ¡escúchenlo!”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Hace algunos años, durante una novena de Navidad, estuve celebrando la eucaristía en
CETI (Centro Terapéutico Infantil), una institución de Bogotá que acoge a niños y niñas
con parálisis cerebral o con otras deficiencias más o menos profundas. Suelo ir a CETI y
encontrarme con amigos y amigas muy queridos que, además de ser pobres, han tenido
que vivir con unas limitaciones que los marginan aún más de su vida familiar y social:
Diego, Gloria, Uriel, July y tantos otros.
Ese día, la eucaristía transcurrió sin mayores sobresaltos; cantamos, aplaudimos, nos
alegramos de recibir la visita de Jesús en nuestra casa. Pero, en el momento de la
comunión, cuando comencé a repartir el cuerpo del Señor entre los niños y niñas que
estaban sentados en sus respectivos puestos y a las colaboradoras del centro y a un
grupo de amigas que habían ido conmigo, comenzamos a escuchar un lamento extraño,
que no supe reconocer en el primer momento, porque expresaba un gran dolor pero, al
mismo tiempo era suave y delicado. Era Andrés, un niño de cuatro años que estaba
sentado en una silla para bebés sobre una de las mesas del salón. Andrés tiene el cuerpo
de un bebé de mes y medio; pesa 8 libras y mide 65 centímetros. Cuando vio que todos
los presentes estaban recibiendo una galleta, él comenzó a gritar, con la fuerza que le
permitían sus pequeños pulmones, para que también le dieran una a él. La directora de
CETI comenzó a decirle a Andrés que no gritara más. Que no podía recibir la comunión
como todos los demás. Pero Andrés no se rendía. Seguía expresando su queja
conmoviendo a todos los que estábamos presentes. Fui, tomé una hostia sin consagrar y
se le entregué a Andrés, que la recibió con un movimiento perfecto de su mano diminuta y
se la echó a la boca inmediatamente. Desde luego, no le supo a galleta, como él suponía,
y pronto la dejó a un lado.
El lamento de Andrés me trajo a la memoria los gritos del pueblo de Israel que Dios
escuchó, como nos cuenta el libro del Éxodo, cuando el Señor envió a Moisés a liberarlo
de la esclavitud de Egipto y a conducirlo a una tierra de libertad que mana leche y miel.
Pero también me trajo a la memoria aquella escena de Elías, en el Horeb, cuando el
Señor no se dejó sentir en el viento fuerte, ni en el terremoto, ni el fuego que pasó por
delante de la cueva donde estaba, sino en un “sonido suave y delicado”, ante el cual Elías
se cubrió la cara con su capa”.
Estas dos evocaciones fueron las que se hicieron presentes en el Monte Tabor, cuando
Jesús se transfiguró delante de sus discípulos. Cuenta san Marcos que Pedro, Santiago y
Juan vieron cómo la ropa de Jesús “se volvió brillante y más blanca de lo que nadie
podría dejarla por mucho que la lavara. Y vieron a Elías y a Moisés, que estaban
conversando con Jesús”. Y en medio de esta escena, llena de consolación, “apareció una
nube y se posó sobre ellos. Y de la nube salió una voz, que dijo: “Este es mi Hijo amado:
escúchenlo”. Escuchar al Hijo amado es escuchar el grito del pueblo, que escuchó el Dios
de Moisés y percibir el susurro de la presencia de Dios en voces como las de Andrés.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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