II domingo de Cuaresma/B
(Gn 22, 1-2.9-13.15-18; Rm 8, 31-34; Mc 9, 2-10)
Jesús brilla un rayo de la luz divina que él tenía en su interior.
Este domingo, el segundo de Cuaresma, se caracteriza por ser el domingo de la
Transfiguración de Cristo. De hecho, durante la Cuaresma, la liturgia, después de
habernos invitado a seguir a Jesús en el desierto, para enfrentar y superar con Él
las tentaciones, nos propone subir con él al “monte” de la oración, para contemplar
sobre su rostro humano la luz gloriosa de Dios. La liturgia nos invita hoy a fijar
nuestra mirada en este misterio de luz. En el rostro transfigurado de Jesús brilla un
rayo de la luz divina que él tenía en su interior. Esta misma luz resplandecerá en el
rostro de Cristo el día de la Resurrección. En este sentido, la Transfiguración es
como una anticipación del misterio pascual.
La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de
Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el
Todopoderoso dice: “Fiat lux”, “Haya luz” (Gn 1, 3), y la luz se separó de la
oscuridad. Al igual que las demás criaturas, la luz es un signo que revela algo de
Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando
Dios se presenta, “su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos” (Ha 3, 4). La
luz -se dice en los Salmos- es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104, 2).
En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia
misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz
eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb 7, 27. 29 s). En el Nuevo Testamento es
Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha
derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado
triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios
ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. «Yo
soy la luz del mundo -afirma en el Evangelio-; el que me siga no caminará en la
oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12) (Benedicto XVI, 6 agosto
2016)
La Transfiguración es un misterio “para nosotros”, nos contempla de cerca. San
Pablo nos dice que: “El Señor Jesucristo transfigurará este miserable cuerpo
nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo”. El Tabor es una ventana abierta a
nuestro futuro; nos asegura que la opacidad de nuestro cuerpo un día se
transformará también en luz; pero es también un reflector que apunta a nuestro
presente; evidencia lo que ya es ahora nuestro cuerpo, por encima de sus míseras
apariencias: el templo del Espíritu Santo.
El cuerpo no es para la Biblia un apéndice prescindible del ser humano; es parte
integrante de él. El hombre no tiene un cuerpo, es cuerpo. El cuerpo ha sido creado
directamente por Dios, asumido por el Verbo en la encarnación y santificado por el
Espíritu en el bautismo. El hombre bíblico se queda encantado ante el esplendor del
cuerpo humano: “Me has tejido en el vientre de mi madre. Prodigio soy, prodigios
son tus obras” (Sal 139). El cuerpo está destinado a compartir eternamente la
misma gloria del alma: “Cuerpo y alma, o serán dos manos juntas en eterna
adoración, o dos muñecas esposadas por una maldad eterna” (Ch. Péguy). El
cristianismo predica la salvación del cuerpo, no la salvación a partir del cuerpo,
como hacían, en la antigüedad, las religiones maniqueas y gnósticas y como hacen
aún hoy algunas religionesorientales R. Cantalamessa).
¿Pero qué decir a quien sufre? ¿A quién debe asistir a la “desfiguración” de su
propio cuerpo o de un ser querido? Para ellos es tal vez el mensaje más consolador
de la Transfiguración: “Él transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo
glorioso como el suyo”. Serán rescatados los cuerpos humillados en la enfermedad
y en la muerte. También Jesús, de ahí en poco tiempo, será “desfigurado” en la
pasión, pero resurgirá con un cuerpo glorioso, con el que vive eternamente, con
quien la fe nos dice que iremos a reunirnos después de la muerte.
Todos necesitamos la luz interior para superar las pruebas de la vida. Esta luz
proviene de Dios, y es Cristo quien nos la da, Él, en quien habita toda la plenitud de
la divinidad (cf. Col. 2,9). Subamos con Jesús al monte de la oración y,
contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejémonos colmar
interiormente de su luz. Pidamos a la Virgen María, nuestra guía en el camino de la
fe, que nos ayude a vivir esta experiencia en el tiempo de la Cuaresma,
encontrando algún momento en el día para la oración en silencio y para la escucha
de la Palabra de Dios.
Por consiguiente, “El momento de la transfiguración del Señor, que nos relata el
Evangelio de hoy, es una invitación a poner los ojos en el esplendor de la gloria
divina, que Jesús nos ha traído y hacia la cual hemos de caminar, siguiendo sus
palabras y su ejemplo. Que, en este tiempo de Cuaresma, todos nos sintamos
animados por la gloria de la Pascua, y fortalecidos por la Palabra de Dios en el
camino de conversión para llegar a ella”.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)