CUARTO DOMINGO DE CUARESMA, CICLO B
(II Crónicos 16:14-16.19-23; Efesios 2:4-10; Juan 3:14-21)
No hay nada más básico que la luz. En Génesis la primera cosa que crea Dios es la
luz. Hablamos nosotros del nacimiento de una criatura como la mujer “dando a luz
a un hijo”. El evangelio hoy habla de la fuente de la luz para los seres humanos.
Por supuesto, refiere a Jesús, la “luz del mundo”.
Dios regala a Su Hijo al mundo. Los mejores regalos siempre reflejan cualidades
del donador. Cuando Francia regaló la Estatua de la Libertad a los Estados Unidos
la imagen bien representó su inclinación a la libertad. En el envío de Jesús al
mundo la reflexión del donador es perfecta. Jesús representa completamente el
amor de su Padre Dios para los seres humanos. Este amor entonces es la luz que
dispersa las tinieblas que cubren el mundo.
La luz brilla para que nosotros hombres y mujeres podamos seguir el camino de la
vida eterna. Nos enseña los modos del amor verdadero y nos advierte de sus
imitaciones falas. La primera lectura habla del pueblo judío dándose a “las
abominables costumbres de los paganos”. Estos males incluyen la codicia y la
lujuria que tergiversan el concepto del amor. Donde el verdadero amor es
dispuesto a sacrificarse por el amado, la codicia y la lujuria desean aprovecharse
del otro. Es lo que el papa Francisco significaba el otro día cuando dijo: “La
mundanidad transforma las almas de modo que pierdan la consciencia de la
realidad”. En otras palabras, atraídos por estos vicios vemos a los demás no como
personas dignas de respeto sino como objetos para explotar.
En contraste a estas falsificaciones del amor Jesús presenta la cosa real. Por una
vida dedicada al bien de los demás él nos muestra el afecto de Dios para el mundo.
La enseñanza alcanza a la cumbre con Jesús colgado en la cruz. Allí nos muestra
cómo Dios trata a cada uno de los hombres y las mujeres con el amor abnegado.
El evangelio refiere a la crucifixión donde habla de Jesús levantado. Lo compara
con la serpiente de bronce que Moisés levantó en el desierto. Como esa serpiente
sirvió como remedio para salvar a los israelitas de la muerte, Jesús levantado en la
cruz nos rescata de la muerte espiritual. Sólo tenemos que mirarlo con el
compromiso de la fe.
El compromiso de la fe nos mueve más allá que la simple declaración de creencia.
Nos impulsa a imitar el amor abnegado de Jesús y su Padre Dios. Hemos oído de la
controversia entre la fe y las obras: ¿cuál de las dos nos salva de nuestros
pecados? Según la segunda lectura de la Carta a los Efesios somos “salvados por la
gracias, mediante la fe”. Esta fe no es estéril de modo que no produzca nada. Al
contrario, como sigue la lectura, por la misma gracia Dios nos dispone a hacer el
bien. Sea por visitar a los ancianos o por conservar el planeta, hacemos obras de
amor demostrando nuestra fe.
Queremos actuar por el bien en la mera luz para que los otros vean las obras y den
a Dios (y no a nosotros) la gloria. En contraste, como el evangelio de nuevo dice,
los malvados hacen sus obras en las tinieblas para evitar ser vistos. Curren de la
luz como cucarachas porque saben que merecen el desprecio. Miran la pornografía
y toman lo que no les corresponden cuando nadie les puede ver para salvar a sí
mismo. Pero es esfuerzo desperdiciado desde que en el final es Dios que nos
premia o no.
“Juan, tres, dieciséis. Juan, tres, dieciséis”: se les ense￱aba a cantar a los ni￱os.
Sigui￳: “Dios tanto am￳ al mundo, que le entreg￳ a su Hijo único…” Pareci￳
extraño un canto que nombra el libro, capítulo y verso bíblico. Pero en este caso la
citaci￳n es de lo que se ha descrito como “la Biblia en miniatura”. Es cierto; s￳lo
tenemos que creer en Jesús de modo que imitemos sus obras para llegar a la vida
eterna. Sólo tenemos que creer en Jesús e imitar sus obras.
Padre Carmelo Mele, O.P.