IV Domingo de Cuaresma, Ciclo B
La cruz de Cristo, cumbre de mi alegría
En Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) el monumento más emblemático de la ciudad
es la catedral, que, situada en el mismo centro de la ciudad, constituye el núcleo
urbanístico de la misma pues en torno a ella se ha ido expandiendo la ciudad en
sucesivos anillos que configuran la ciudad más grande y populosa de Bolivia. Esta
catedral católica tiene dos torres a ambos lados de la fachada, coronadas con
sendas cruces, pues la arquitectura cristiana mantiene como centro de su mensaje
evangelizador la cruz de Cristo, tanto en la estructura base de la planta del templo
como en la cúspide de sus torres. Esto es así porque en la Iglesia predicamos a
Jesucristo y éste crucificado, tal como decía Pablo el domingo anterior. En la cruz
nos situamos todos como templo de Dios y hacia la cruz miramos, porque la cruz de
Cristo es la que nos eleva hacia lo más alto de la dignidad humana en virtud del
amor que en ella se consagró. Empiezo explicando esto porque un medio de la
prensa escrita de esta ciudad se permite utilizar en su logotipo de cabecera el icono
de su edificio más simbólico, eliminando el gran signo de los cristianos en la
reproducción de la torre catredalicia de la ciudad cuyo nombre contiene también la
misma palabra de la Cruz. Me temo que dentro de poco tiempo se la llame a esta
ciudad sólo “De la Sierra”. Sin embargo, para los cristianos la cruz es esencial al
mensaje de la fe y es el gran signo de la identidad de la Iglesia.
“Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros
muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo” (Ef 2,4). “Tanto amó Dios
al mundo que le dio a su único Hijo para que todo el que crea en él tenga vida
eterna” (Jn 3,16). Estos dos versículos tan afines resumen el mensaje de vida que
la comunidad eclesial anuncia en este domingo de la alegría, el cuarto de la
cuaresma. El misterio paradójico al que la fe cristiana nos remite para encontrar la
fuente de esta alegría y de una vida nueva es la reorientación de la existencia
humana hacia Jesús crucificado. Concentrar la mirada y la atención en el Jesús del
Calvario es encontrarnos con el Dios del amor, absolutamente libre y gratuito, que
abre al ser humano la posibilidad de la regeneración total de la vida. San Juan lo
dice con su doble lenguaje típico: “El Hijo del Hombre tiene que ser levantado en
alto para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15).
Ser levantado en alto es una imagen que traduce un único verbo griego que evoca
las dos facetas del misterio pascual: El crucificado y el resucitado. El verbo griego
hypsoo (elevar) aparece cuatro veces en el evangelio de Juan (Jn 3,14; 8,28;
12,32.34) y se utiliza siempre intencionalmente con un doble sentido: «la elevación
de Jesús al ser alzado en la cruz y su exaltación al cielo». Según Juan, Jesús es
exaltado a los cielos por su elevación en la cruz (Jn 12,32ss) y está en el trono
eterno de su gloria. Pero además, este mismo verbo hypsoo (elevar) indica también
el modo de esa muerte, es decir, la cruz. En Jn 8,28 son sus opositores los que
elevarán a Jesús, y por tanto la interpretación más obvia es que lo conducirán al
patíbulo. Elevado en la cruz por el hombre es exaltado en la gloria por Dios porque
la acción de exaltar es una acción que corresponde únicamente a Dios.
En su pasión hasta la cruz, Jesús, levantado en alto como víctima humana, sufría la
muerte, pero, por la acción del Espíritu, era exaltado y recibía la vida (cf.1 Pe
3,18). El crucificado por los hombres es exaltado por Dios. Creer en este Jesús es
empezar a tener una vida eterna. Seguir a este crucificado es empezar una vida
cualitativamente distinta, una vida nueva que exalta la grandeza humana partiendo
del amor que llevó a Jesús a su pasión.
La elevación en la cruz experimentada por Jesús es la máxima expresión del Amor.
Mirar a Jesús para encontrar la salvación es mirar al que pasó haciendo el bien y
liberando a los oprimidos, al que perdonó a los pecadores y buscó a los
descarriados, al que proclamó el Reino de Dios para los pobres, al que
desenmascaró la hipocresía de los poderosos religiosos y políticos. Fueron éstos
quienes lo mataron, sin razón alguna y sin causa. Pero en la muerte injusta de
Jesús, tal como él la afrontó y vivió hay mucho más que un asesinato. En este tipo
de muerte se ha consumado el amor más grande de la historia humana, el que
consiste en dar la vida por los demás, por los amigos y por los enemigos, por los
justos y los injustos, por los pobres y por los pecadores. Es la hora de la gloria y de
la vida a través de la muerte. Juan destaca en su evangelio que se ha consumado
un amor sin límites, un amor a fondo perdido, un amor que todo lo perdona, que
todo lo espera, que todo lo aguanta, que todo lo cree. Es el amor que no pasa
nunca, que es eterno. Es el amor de quien nos amó hasta el fin y en ese amor
inmenso, misericordioso y bueno está Dios. Por eso Jesús dirá al final en la cruz:
¡Está cumplido! (Jn 19,30).
El amor de Jesús transforma la violencia en ternura, la crueldad en dulzura, el
rencor en perdón, el insulto en bendición, la traición en reconciliación, la fragilidad
en fortaleza, la desesperación en confianza, el pecado en gracia, y la muerte se
transforma en vida mediante la resurrección. Esa es la verdadera Pasión de Cristo.
No tanto los hechos dolorosos que soportó en la cruz hasta la muerte, cuanto el
amor sin límites con que él afrontó y vivió el sufrimiento para infundir una nueva
vida al género humano. Él nos capacita por su sacrificio redentor, por la acción de
su espíritu y con su ejemplo para que todos nosotros cumplamos también nuestra
misión. Cuando nosotros entregamos nuestra vida como ofrenda a Dios en defensa
de los inocentes, en apoyo de los justos y por la liberación de los oprimidos,
entonces también nosotros experimentamos que hemos sido ya co-vivificados y co-
resucitados con Cristo (Ef 2, 4-10) en su movimiento ascendente que tira de todos
hacia él. El Dios del amor, rico en misericordia, que nos da a su Hijo único, nos da
con él la vida nueva y eterna. Su amor nos hace criaturas nuevas en Cristo Jesús,
con quien estamos íntimamente unidos. Somos hechura de Dios. Y en Cristo hemos
sido creados de nuevo por Dios. Una vez más en la Cuaresma se anticipa el final de
la Pascua y por ello el mensaje de este domingo es fuente inagotable de alegría en
tantos lugares de sufrimiento injusto de los seres humanos.
Por medio de Cristo y en virtud de su amor, los que creemos en él estamos
llamados a transformar los múltiples rostros de la miseria en ámbitos de
misericordia y de justicia, de perdón y de libertad, que levanten a la humanidad
sometida en nuestra tierra encadenada. Esos rostros son los de los empobrecidos,
los oprimidos y explotados por la estructura económica mundial y por las ideologías
que la sustentan.
Una intención particular debe estar presente en nuestra oración durante estos días
pues el grupo islámico radical acaba de tomar Quaragosh, la ciudad cristiana más
grande de Irak, y hay cientos de hombres, mujeres y niños
cristianos que están siendo decapitados. Oremos por ellos para que tengan la
fortaleza espiritual de ser testigos de la Pasión de Cristo.
Al mirar a Cristo crucificado, el que en Jerusalén fue levantado en alto, por los
hombres y por Dios, encontramos la verdad del amor desvelada por Dios al mundo
para que tengamos vida. Y con el salmista podemos cantar: que se me pegue la
lengua al paladar si no pongo a Jerusalén, es decir, a Cristo exaltado sobre la cruz
en la cumbre de mi alegría. Feliz domingo de la alegría.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura