SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
19 de marzo de 2015
2Sam 7, 4-5.12-14.16 / Rom 4, 13:16-18:22 / Mt 1, 16.18-21-24
Si os habéis fijado, hermanos y hermanas, en la narración evangélica que acabamos
de escuchar, San José no dice nada. Dios le anuncia el nacimiento de un hijo,
concebido en el seno de su esposa por obra del Espíritu Santo . Y José lo acoge y
hace lo que le es mandado de parte de Dios, pero sin decir nada. No es que sea un
hombre sin personalidad, que se limite a ejecutar servilmente lo que le ha sido dicho.
Que Dios no quiere ejecutores abúlicos. Sino personas libres que estén abiertas a su
voluntad porque han descubierto que hacer la voluntad de Dios es el mejor para ellas.
San José no dice nada, pero reflexiona sobre lo que le es dicho y lo que le toca vivir. Y
habla, no con palabras, sino con su acción realizada bien conscientemente. Hubiera
podido separarse de María con toda libertad, pero no lo hace. Es un hombre de fe, que
sabe que Dios le ama, y acepta la llamada a una misión importante: ser padre del
Mesías, el Salvador. Esta misión conlleva educar a Jesús, con María, su esposa, y
favorecer el crecimiento humano de este hijo que le es confiado. José es un hombre
obediente; hace la voluntad de Dios con una obediencia madura, generosa, servicial;
una obediencia que es respuesta de amor al amor que Dios le tiene. José es un
hombre abnegado, capaz de afrontar con sacrificio las circunstancias adversas que le
salen al paso, a él y a su familia. José es un hombre fiel en las cosas de cada día,
grandes o pequeñas, desde el cuidado de Jesús niño y solicitud por María, la esposa,
hasta el trabajo bien hecho en el taller de su casa. José es un hombre entregado al
misterio divino que envuelve a Jesús y a María. José puede ser todo esto porque es
un hombre de oración, que teme al Señor y ama de corazón sus mandatos (Sal 111,
1). Y una vez Jesús destruyó las puertas de la muerte con su cruz y su resurrección,
debieron resonar, dirigidas a él, a José, con una intensidad particular, aquellas
palabras evangélicas: Muy bien, siervo bueno y fiel; entra en el gozo de tu Señor (cf.
Mt 25, 21); y ahora participa del reino glorioso de su Hijo. Es el coronamiento de su
relación con Jesús. Una relación que bien podría estar reflejada en aquellas palabras
de la Escritura de un padre que se dirige a su hijo: hijo mío, si se hace sabio tu
corazón, también mi corazón se alegrará. Me alegraré de todo corazón si tus labios
hablan con acierto (Prov 23, 15-16). San José se alegra de la sabiduría que brotó de
los labios de Jesús en el anuncio de la Buena Nueva del Evangelio y de cómo tantos
hombres y mujeres la toman como norma de vida. Y lo celebra en el gozo del Señor.
Con su forma de ser y de hacer, con su discreción silenciosa y con su prontitud a
poner en práctica la voluntad de Dios, San José es para nosotros, luz que apunta en la
oscuridad (cf. Sal 111, 4). En la Iglesia, en el mundo, la persona de San José brilla
como una lámpara puesta en un lugar alto (cf. Mt 5, 14-15) que ilumina nuestro
camino. El camino más inmediato de la cuaresma hacia la Pascua y el camino de más
larga duración que es toda la vida. San José nos enseña a vivir una fe confiada en el
querer de Dios, una docilidad humilde y gozosa a la hora de poner en práctica este
querer, una fidelidad abnegada en la vivencia de nuestra vocación en la Iglesia y en la
sociedad, que, como la de él, es siempre una vocación de amor y de servicio. La
liturgia destaca cómo, a San José, le fue confiado custodiar "los primeros misterios de
la salvación" y remarca como también a todo el conjunto de la Iglesia le ha sido
confiada la custodia "de este misterio" y lo "lleve a plenitud" (cf. oración colecta). Hay,
pues, un paralelismo entre la misión de San José y la de los cristianos. Entre la de San
José y la nuestra, como miembros de la Iglesia. Una misión que, fundamentada en la
vivencia personal de la fe y de la obediencia a la Palabra, tiene por objeto hacer
progresar, con la ayuda del Espíritu Santo, el plan de salvación que Dios ha
establecido en favor de la humanidad; porque Dios quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 14). Es decir, Dios quiere
liberarnos de la fragilidad, de la vulnerabilidad y de la intemperie con que se encuentra
el ser humano cuando entra dentro de sí mismo después de haber dejado caer todos
los disfraces y los falsos mecanismos de protección. Los cristianos lo podemos
experimentar. Y el cuidado que San José tuvo hacia Jesús, lo debemos tener nosotros
hacia los que tenemos al alcance para hacer avanzar hacia la perfección la obra de la
liberación integral de las personas, que es la obra de la salvación, las primicias de la
cual, como he recordado, fueron confiadas a nuestro santo.
Miembros de la Iglesia como somos, y tal como pide el Papa Francisco, debemos
mostrar, con el bagaje que cada uno lleva a su espalda, su rostro de madre de
corazón abierto que acoge todos. Entre todos tenemos que llegar a todos, y si
tenemos que privilegiar alguien son los pobres y los enfermos, los despreciados y los
olvidados, aquellos que no tienen con qué recompensar nuestro acercamiento fraterno
(cf. Lc 14, 14). Además de trabajar para atender sus necesidades a nivel humano,
debemos ofrecerles la vida de Jesucristo para que encuentren la luz, la fuerza y el
consuelo en la amistad con él (cf. Evangelii Gaudium, 46-49).
Con el proceso de secularización de nuestra sociedad y la merma que conlleva en las
comunidades cristianas, tenemos el peligro de caer en un pesimismo estéril. Si San
José se hubiera dejado abrumar por las dificultades y por las adversidades, no hubiera
llevado a cabo su misión. Como él, tenemos que encontrar la alegría interior de vivir
según la voluntad de Dios y ver las dificultades como un desafío para crecer en la
donación por amor. "Aunque nos hagan daño las miserias de nuestra época y estemos
lejos de optimismos ingenuos", el Papa nos dice que "el mayor realismo no debe
significar menor confianza en la acción del Espíritu ni menor generosidad". Es
precisamente a partir de la experiencia de este desierto que hoy se va extendiendo, de
ese vacío que muchos experimentan, que podemos descubrir nuevamente la alegría
de creer, porque nuestro mundo está lleno de signos de la sed del sentido de la vida,
de la sed de Dios (cf. Evangelii Gaudium, 84-86).
Hoy contemplamos la persona de San José y su santidad de vida. Al contemplarla, la
admiramos, y pedimos su oración para que nosotros podamos llevar a buen término
nuestra vocación en la Iglesia y en el mundo de ser portadores de esperanza, de curar
heridas, de saciar la sed del corazón, de ayudar a crecer el Reino de Dios en el
mundo. Hoy, sobre todo, glorificamos al Padre del cielo que escogió a San José para
una vocación singular y le concedió la gracia para llevarla a cabo. Una gracia con la
que él colaboró generosamente. Que la participación en la Eucaristía nos haga
también a nosotros el don de ser colaboradores de la gracia de Dios en provecho
nuestro y de nuestros hermanos.