III Domingo de Pascua, Ciclo B
La misión de dar testimonio del Resucitado
Las dos lecturas lucanas de este tercer domingo de Pascua (Hech 3,13-19; Lc
24,35-48) permiten profundizar en los hechos acaecidos a Jesús que le llevaron a
su pasión, muerte y resurrección, para descubrir en ellos la historia de la salvación
según el plan de Dios. Todo lo ocurrido estaba previsto por Dios según las
Escrituras del Antiguo Testamento y según los anuncios de la pasión realizados por
Jesús en los Evangelios. La traición de Judas, la entrega al sanedrín, la condena de
Poncio Pilato, la elección de la liberación de Barrabás y el asesinato del Santo y
Justo Jesús no son casualidades de circunstancias históricas, ni avatares del
destino, ni el resultado de un azar incontrolado, sino el resultado maduro de un
plan de amor de parte de Dios que estaba previsto en el proyecto de salvación
universal de los seres humanos y estaba preconizado de muchas maneras en las
Sagradas Escrituras y en las palabras de Jesús. En virtud de ese plan todos los
hombres, desde Jerusalén hasta los confines de la tierra, pueden experimentar el
amor de Dios que perdona los pecados y pueden convertir sus corazones a Dios.
Para ello hace falta hacer una lectura creyente y profunda de la realidad, como hizo
Lucas, y seguir comunicando su fuerza y su dinamismo espiritual como hemos de
hacer todos los discípulos danto testimonio de todo ello, como hicieron los
apóstoles.
La aparición de Jesús Resucitado a los discípulos en Jerusalén, según la versión de
Lucas, constituye el centro del mensaje de este tercer domingo de Pascua (Lc
24,35-48). Este texto es el último de las tres partes del capítulo 24 de san Lucas,
capítulo que refleja una multiplicidad de testimonios de fe de la comunidad
cristiana primitiva, elaborados con una maestría sin igual por el evangelista, al
servicio del mensaje central del Evangelio que nos anuncia que Jesús vive (Lc
24,23).
Al igual que el relato de los discípulos de Emaús también éste es un texto
eucarístico, pues narra la última comida de Jesús resucitado con sus discípulos,
demostrando que su presencia en esta historia no es una fantasía de nadie sino una
realidad gozosa. El mensaje se concentra en presentarnos a Jesús vivo y presente
en medio de los suyos, compartiendo una comida, para transmitirles el mensaje
pascual por excelencia, el mensaje de paz y de alegría que transformó y
transforma a los testigos de este encuentro en mensajeros de la conversión y del
perdón desde Jerusalén hasta los confines de la tierra. Pero esta aparición a la
comunidad tiene tres aspectos esenciales: la demostración reiterada de la
identidad que existe entre el Resucitado y el Crucificado, la Comida eucarística
como señal de esa identidad y de la presencia real del que vive ya para siempre, y
la Palabra de las Escrituras que interpreta el modo inequívoco de esa presencia
mediante la paradoja de la Pasión del Mesías, Justo sufriente, en cuyo cuerpo se
concita todo sufrimiento humano y toda víctima inocente de la barbarie de esta
historia. De esta presencia misteriosa fueron testigos los discípulos y somos
nosotros ahora.
En el texto de los Hechos (cf. 3,14; 7,52 y 22,14) aparece el título cristológico del
Justo (dikaios) aplicado a Jesús Se trata de un título mesiánico utilizado por Mateo
y Lucas para mostrar la inocencia de Jesús en el proceso que sufrió hasta la
muerte (Lc 23,47; Mt 27,19; cf. Mt 27,4.24) y en los discursos de Pedro, Esteban y
Pablo de los Hechos de los Apóstoles.
En el marco de la misión permanente de América y cuando nos preparamos a
celebrar el V Congreso Americano Misionero de todo el continente, este mensaje
puede avivar la conciencia de toda la Iglesia misionera. La misión, pues, consiste,
como dice Pedro en el discurso de los Hechos de los Apóstoles (Hech 3,13-19), en
anunciar a Jesús, el Santo y el Justo, en proclamar su resurrección y en acreditar
su presencia viva a través del testimonio permanente de muchos creyentes
mediante la conversión del corazón, el perdón de los pecados y la esperanza viva y
gozosa que comunica el Espíritu. Pero no puede pasar desapercibido el
componente de denuncia que conlleva el anuncio misionero.
En efecto, anunciar a Cristo crucificado es denunciar a los que lo crucificaron, pero
proclamar la victoria del Justo e inocente que fue resucitado por Dios es sostener
que hay una verdad y una justicia, la de Dios, que no está sometida al dictamen de
los que tienen el poder en este mundo y siguen amenazando a los desposeídos y
asesinando víctimas o permitiendo que mueran inocentes, como hicieron con
Jesús. Con este espíritu es importante tomar conciencia de que es inherente a la
misión de la Iglesia asumir como propias las causas de los últimos en cualquier
parte del mundo, y por tanto, es bueno solidarizarse con todos los sufren las
consecuencias de las injusticias.
En el momento presente podemos pensar tanto en las situaciones múltiples que
atentan contra la dignidad y la libertad humana y contra los derechos
fundamentales de la persona en los países latinoamericanos y africanos, así como
en situación económica de España y de la vieja Europa que va dejando un lastre
de dolor escandaloso especialmente reflejado en el número de desempleados
forzosos y en la situación de desahucios obligados de familias enteras de las
viviendas que habitan y cuyas hipotecas no pueden pagar. Anunciar a Cristo
Resucitado es anunciar al Justo, vencedor del mal, del pecado y de la injusticia y
ponerse de parte de las víctimas, de todos los que sufren. La identificación del
Resucitado con el Crucificado revela que la presencia real del que ha vencido la
muerte se hace patente en toda persona que lleva las señales del sufrimiento en su
propio cuerpo.
Entre las víctimas y crucificados de nuestro mundo ocupan un lugar preeminente
los empobrecidos de nuestra tierra. El destino del Mesías es el mismo que el de
todos los crucificados y de todas las víctimas de la injusticia humana. Es este
profundo vínculo fraterno de Jesús con los sufrientes del mundo, y no cualquier
otra manifestación poderosa o espectacular, el que hace posible todavía hoy la
presencia del Señor resucitado en la historia humana.
De ahí que ellos, los sufrientes y los pobres sean lugar teológico por excelencia
para iluminar la Palabra de Dios y abrir el entendimiento de los discípulos. Por eso
la Sagrada Escritura es el otro lugar teológico donde el misterio de la Pasión se
desvela y desde el cual se debe hacer la memoria y la interpretación de todo
sufrimiento humano. Es necesario sacar de la ignorancia a esta humanidad
descreída e incrédula, que sigue dictaminando muerte de inocentes, que sigue
perpetrando crímenes injustos, que sigue desencadenando violencia y que sigue
manteniendo a la humanidad en un sufrimiento continuo. La tarea misionera
consiste en dar a conocer la Escritura para poder comprender que el amor salvífico
de Dios es el que se ha hecho patente en la pasión y muerte de Jesús y de que el
Resucitado ha vencido toda injusticia y toda muerte. Esta palabra comunica el
dinamismo del Espíritu de Dios en el mundo, genera la experiencia del perdón y
suscita la conversión.
Finalmente la comida Eucarística del pescado es el signo que evidencia en la
comunión fraterna la presencia gozosa del Resucitado. Con todas estas señales de
la presencia y de la identidad del crucificado y resucitado, en la Palabra, en la
Eucaristía y en el rostro de los dolientes de este mundo, la Iglesia se reviste del
dinamismo de lo alto para llevar a cabo su misión universal de anuncio del amor de
Dios, de denuncia del mal en todas sus formas, y de proclamación de la conversión
y del perdón, de la paz y de la alegría que lleva consigo la presencia en esta
historia de Jesús, crucificado y Resucitado.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura