VI Domingo de Pascua/B
(He 10, 25-27. 34-35. 44-48; I Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17)
Permanezcan en mi amor
San Juan Apóstol y Evangelista centra su Evangelio y sus cartas en el tema del
Amor. Y termina convenciéndonos de que el Amor de Dios y el amor a Dios son la
misma cosa. En efecto, en la narración que nos brinda San Juan del discurso que
Jesús hace a sus Apóstoles durante la Ultima Cena, la noche anterior a su muerte,
el Evangelista hace un maravilloso recuento de este tema tan importante. El
Evangelio de hoy nos trae parte de ese discurso tan profundo y significativo (Jn 15,
9-17).
“Permanezcan en mi Amor. Si cumplen mis mandamientos permanecen en mi
Amor, lo mismo que Yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su
Amor”(Jn 15, 9-10). Amar a Dios y permanecer en su Amor es hacer lo que El nos
pide. La palabra “mandamientos” no se refiere sólo a los que conocemos como los
10 Mandamientos, sino a “todo” lo que Dios desea de nosotros. Es el caso entre
Dios Padre y Dios Hijo: éste hace lo que el Padre quiere y es así como permanece
amando al Padre.
Nadie tiene amor más grande a sus amigos, que el que da la vida por ellos” (Jn 15,
13). El verdadero amor, ese Amor que viene de Dios, con el que podemos amar
nosotros, amando como Dios quiere que amemos, puede llegar a la oblación total, a
la entrega total de la vida por el ser amado.
Por consiguiente, como dice en Santo Cura de Ars, para un cristiano “lo más
importante es no tener corazón más que para Dios, ni más voluntad que la de
amarle, ni más tiempo qu para servirle”. Además, ¿Quién no desearía estar de
continuo con la persona a la que más se ama y que más le ama? Y esa persona que
más nos ama es el mismo Jesús resucitado, presente en nuestra persona, según su
promesa infalible: “Estoy con ustedes todos los días” (Mt 16, 20).
Pero podemos preguntarnos ¿es de verdad que Jesús es la persona a quien más
amo, en cuyo amor creo y desea estar con Él, como Él desea estar conmigo…?
Jesús hace una promesa inaudita a quienes lo aman de verdad: “Quien me ame,
guardará mis palabras, lo amará mi Padre, vendremos a él y fijaremos nuestra
morada en él” (Jn. 14, 23). ¡Inaudita e increíble promesa para la mente humana!
Pero nos asegura la misma palabra de Jesús: “Para Dios no hay nada imposible”
(Mt. 18, 27).
¡Somos templo de la Santísima Trinidad! No hay dignidad tan grande como ésa. “Te
buscaba por fuera y tú estabas dentro de mí” (San Agustín).
Ese gran misterio de vida, amor, luz y vida divina debe llenarnos de júbilo, paz,
gratitud y esperanza invencibles. Mas es indispensable pedir la luz del Espíritu
Santo para creerlo y vivirlo. Es el cielo ya en la tierra.
Y no se trata de un privilegio exclusivo de místicos y santos que, por lo demás, son
los que mejor han vivido esa sublime realidad; sino que se trata de una experiencia
puesta por el mismo Dios al alcance de todo creyente. Y más aún: es necesario
creer en la Trinidad –nuestra eterna Familia de origen y de destino–, y amarla para
ser creyentes de verdad.
Ante tan “divina” oferta del amor de Dios, solo nos queda abrirnos humildemente
agradecidos, pidiendo al Espíritu Santo que nos capacite para ser templo donde la
Trinidad se encuentra de veras a gusto, y nosotros a gusto con Ella, en una relación
sencilla, humilde, amorosa, íntima y permanente con el Padre, con el Hijo y con el
Espíritu Santo, que se abajan a vivir en nosotros.
Esta es la revelación objetiva del amor de Dios en la historia: ¿qué haremos, qué
diremos tras haber escuchado cuánto nos ama Dios? Una primera respuesta sería:
¡amar a Dios! ¿No es este, el primero y más grande mandamiento de la ley? Sí,
pero viene después. Otra respuesta posible: ¡amarnos entre nosotros como Dios
nos ha amado! ¿No dice el evangelista Juan que si Dios nos ha amado, “también
nosotros debemos amarnos los unos a los otros” (1Jn 4, 11)? También esto viene
después; antes hay otra cosa que hacer. ¡Creer en el amor de Dios! Tras haber
dicho que “Dios es amor”, el evangelista Juan exclama: “Nosotros hemos creído en
el amor que Dios tiene por nosotros” (1 Jn 4,16).
El mundo ha hecho cada vez más difícil creer en el amor. Quien ha sido traicionado
o herido una vez, tiene miedo de amar y de ser amado, porque sabe cuánto duele
sentirse engañado. Así, se va engrosando cada vez más la multitud de los que no
consiguen creer en el amor de Dios; es más, en ningún amor. El desencanto y el
cinismo es la marca de nuestra cultura secularizada. En el plano personal está
también la experiencia de nuestra pobreza y miseria que nos hace decir: “Sí, este
amor de Dios es hermoso, pero no es para mí. Yo no soy digno…”.
Los hombres necesitan saber que Dios les ama, y nadie mejor que los discípulos de
Cristo es capaz de llevarles esta buena noticia. Otros, en el mundo, comparten con
los cristianos el temor de Dios, la preocupación por la justicia social y el respeto del
hombre, por la paz y la tolerancia; pero nadie – digo nadie – entre los filósofos ni
entre las religiones, dice al hombre que Dios le ama, lo ama primero, y lo ama con
amor de misericordia y de deseo: con eros y agape.
San Pablo nos sugiere un método para aplicar a nuestra existencia concreta la luz
del amor de Dios. Escribe: “¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo?
¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los
peligros, la espada? Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a
aquel que nos am￳” (Rom 8, 35-37). Los peligros y los enemigos del amor de Dios
que enumera son los que, de hecho, los que él experimentó en su vida: la angustia,
la persecución, la espada… (cf 2 Cor 11, 23 ss). Él los repasa en su mente y
constata que ninguno de ellos es tan fuerte que se mantenga comparado con el
pensamiento del amor de Dios.
Se nos invita a hacer como él: a mirar nuestra vida, tal como ésta se presenta, a
sacar a la luz los miedos que se esconden allí, el dolor, las amenazas,los complejos,
ese defecto físico o moral, ese recuerdo penoso que nos humilla, y a exponerlo todo
a la luz del pensamiento de que Dios me ama.
Desde su vida personal, el Apóstol extiende la mirada sobre el mundo que le rodea.
“Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los
principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo
profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios,
manifestado en Cristo Jesús, nuestro Se￱or” (Rm 8, 37-39).
Todo puede ser cuestionado, todas las seguridades pueden llegar a faltarnos, pero
nunca esta: que Dios nos ama y que es más fuerte que todo. “Nuestro auxilio es el
nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra”.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)