Domingo XII del Tiempo Ordinario Ciclo B
Job 38, 1.8-11; 2 Co 5, 14-17; Mc 4, 35-41
Andamos por esta vida como en barcas que a veces van navegando bien, sin mayor
problema… cuando vamos por aguas tranquilas. Sin embargo, los problemas se
presentan cuando la navegación se hace difícil, por las tempestades y tormentas
propias de la vida de cada uno.
Y en esos momentos de navegación difícil comenzamos a flaquear y a temer. Nos
pasa lo mismo que sucedió a los Apóstoles en el Evangelio de hoy, el cual nos narra
el conocido pasaje de la tormenta en medio de la travesía de una orilla a otra del
lago: “se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban
llenando de agua” (Mc. 4, 35-41). Sucede que Jesús iba con ellos en la barca.
Pero ¿qué hacía el Señor? … “Dormía en la popa, reclinado sobre un cojín”. Fue
tan fuerte la borrasca y tanto se asustaron, que lo despertaron,
diciéndole: “Maestro: ¿no te importa que nos hundamos?”.
Nos sucede lo mismo a nosotros. Cuando estamos navegando bien, aparentemente
sin problemas, sin tempestades, tal vez ni nos acordamos de Dios. Pero cuando la
travesía se hace difícil y vienen las olas turbulentas, pensamos que Jesús está
dormido y que no le importa la situación por la que estamos pasando. Tal vez
hasta lo culpemos de lo que nos sucede y hasta le reclamemos indebida e
injustamente. A los Apóstoles los reprendió por eso. Podría reprendernos también
a nosotros.
En este pasaje Cristo muestra a los Apóstoles el poder de su divinidad. Con una
simple orden divina, el viento calla, la tempestad cesa y sobreviene la calma.
Pero sucede que ahora, salvados de la tormenta que amenazaba con hundirlos,
surge en ellos un nuevo temor. “¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar
obedecen?” Se quedan atónitos del poder del Maestro. Ya ellos habían sido
testigos de unos cuantos milagros de Jesús. Quizá hasta el momento habían
pensado que era un gran Profeta o simplemente alguien muy especial. Pero de allí
a ver a la naturaleza embravecida obedecerle así…
Y ese Jesús, que ha mostrado un poder que sólo Dios tiene, les dirige unas
preguntas que tienen sabor de reclamo: “¿Aún no tiene fe? ¿Por qué tenían tanto
miedo?” Es como si les dijera: ¿No les ha bastado ver los signos que he hecho
ante ustedes? ¿No se dan cuenta aún de Quién soy? Sólo Dios puede dar órdenes
al viento, a las olas y a las tempestades. Por eso quedan con temor, atónitos, de
ver el poder divino actuando delante de ellos y, además, reclamándoles su falta de
fe.
Entonces, en la Liturgia de hoy, estamos siendo testigos, junto con Job y los
Apóstoles, de la omnipotencia divina. Job la palpa en una visión desde la cual Dios
le habla. Y los Apóstoles la ven manifestada, nada menos que en Jesús, el Maestro,
con quien viven día a día.
La Primera Lectura (Job. 38, 1.8-11) es la respuesta de Dios a los reclamos,
lamentos y preguntas que Job le hacía, motivado por sus infortunios, sus
sufrimientos y las pérdidas que había sufrido en su familia, su salud, sus bienes.
Nos dice esta lectura que Dios habló a Job desde la tormenta y le mostró su poder
con respecto del mar. Dios se muestra como dueño de la creación, como señor del
mar al que le puso límites: “Hasta aquí llegarás, no más allá. Aquí se romperá la
arrogancia de tus olas”.
Con esto, Dios da a entender a Job, y a todos nosotros, que no podemos osar
discutir con Dios, ni reclamarle. En subsiguientes capítulos, Job termina por
retractarse y acepta el señorío de Dios. Por cierto, en el Epílogo del Libro de Job
vemos que Dios le restituye “al doble” todos sus bienes materiales, familiares y de
salud. La actitud de Job es de sumisión y resignación. En ese sentido sigue siendo
un ejemplo para todos nosotros.
Sin embargo, la actitud del cristiano debe superar la de Job. A la sumisión al poder
divino, debemos añadir nuestra plena confianza en lo que Dios tenga dispuesto
para nuestras vidas: tempestades o calma, alegría o sufrimientos, carencias o
plenitudes. Todo lo que Dios disponga, sabemos, es para nuestro mayor bien:
nuestra salvación eterna. Así confiados, estaremos serenos en las tempestades,
alegres en los sufrimientos, plenos en las carencias.
Viviendo así, creyendo así, actuando así, estamos cumpliendo con lo que nos dice
San Pablo en la Segunda Lectura (2 Cor. 5, 14-17): “El que vive en Cristo es una
creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo”. Enfocar así
las desventuras, sufrimientos y carencias significa “vivir en Cristo” y “ser creaturas
nuevas”. Y ser “creaturas nuevas” significa no turbarse ante las tribulaciones y
sufrimientos, sino andar en plena confianza en Dios. Sólo El sabe lo que nos
conviene.
Pero… ¿somos creaturas nuevas o creaturas viejas?
¿No podría el Señor mostrarnos toda su omnipotencia como a Job, después de sus
cuestionamientos y protestas? ¿No podría el Señor reclamarnos a nosotros
también, como reclamó a los Apóstoles después de calmar la tormenta? ¿Qué
hacemos ante los sufrimientos, los peligros, los inconvenientes, las tempestades
que se nos presentan en nuestra vida personal, familiar o nacional?
¿Confiamos realmente en el poder de Dios? ¿Confiamos realmente en lo que Dios
tenga dispuesto para nuestra vida: sea calma o sea tempestad? ¿O creemos que
debe despertar y hacer un milagro, para que las cosas sean como nosotros
consideramos conveniente? ¿No llegamos a creer, inclusive, que no le importa lo
que nos suceda? ¿Realmente duerme el Señor?
¡Qué débil es nuestra fe! Débil, como la de los Apóstoles en ese momento. Nos
olvidamos que Dios está siempre con nosotros, y –aunque aparentemente dormido-
está al mando de la situación. El guía nuestra barca en medio de tempestades y
tormentas, en una presencia escondida y silenciosa, como la del Maestro dormido
en la barca.
No hace falta que haga milagros, aunque estemos en medio de una tempestad.
¡No tenemos derecho a reclamarle milagros! El gran milagro es que El nos lleva sin
ruido, en silencio, a escondidas a través de olas borrascosas cuando hay
tempestades. Pero también está presente cuando todo parece tranquilo, cuando
parece que no tuviéramos necesidad de El, pues todo como que anda bien.
Sea en la tormenta, sea en la calma, Dios está presente. Y El desea que nos demos
cuenta de que está allí, presente en la vida de cada uno de nosotros, esperando
que nos demos cuenta de su presencia silenciosa. En todo momento, sea de
tempestad, sea de calma, el Señor está derramando sus gracias para guiarnos por
esta vida que es la travesía que nos lleva a la otra: la Vida Eterna.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)