Domingo XIII del Tiempo Ordinario/ B
(Sap 1, 13-15; 2, 23-24; 2 Co 8, 7.9.13-15; Mc 5, 21-43)
Levantarse de la muerte
La Palabra de Dios de este domingo comienza haciendo una proclama a favor de la
vida, diciendo que el Creador ama a su criatura, que no quiere que perezca ni se
malogre en ningún sentido (Sab 1,13-15). El hombre de todos los tiempos podrá
decir que en esto coinciden tanto el designio de Dios como el corazón humano: ni
Creador ni criatura quieren la muerte.
Pero es demasiado evidente la crónica negra que a diario pinta de luto oscuro la
realidad de los vivientes. La muerte de tantos modos. Sin embargo, más allá de
todas nuestras trampas e incoherencias, seguimos soñando con el proyecto de
Dios, tantas veces truncado y censurado: hemos sido creados para la vida y para el
amor, para ser felices, dichosos, bienaventurados.
Jesús en este Evangelio nos sale al paso para darnos de nuevo la palabra. Él vuelve
con los suyos a la otra orilla, tras un viaje de ida que veíamos el domingo pasado
en el que se puso de manifiesto la fe tan inmadura de los discípulos. La escena de
hoy también nos habla de fe: la de un jefe de la sinagoga, y la de la mujer que
sufría hemorragias. Jesús no desea ni el dolor ni la muerte: ahí está su actitud ante
el dolor de la enfermedad de una mujer y ante el desgarro de la muerte de la niña.
La hemorroísa quedará curada por la fe y también será la fe de Jairo, el padre de la
pequeña, la que obtendrá el milagro de su resurrección: “no temas, basta que
tengas fe” dirá Jesús a Jairo cuando le comunican el fatal desenlace. Hay un
pequeño grupo de personas muy significativas en la casa de Jairo, que pertenecían
a la usanza y folklore judíos: los flautistas y las plañideras. Su labor constituía en
crear un ambiente dramático al del por sí drama de la muerte. Al entrar Jesús,
estas personas tienen que salir: son incompatibles quienes cantan a la vida y
quienes plañen a la muerte.
En nuestro mundo de cada día, hay muchas muertes de tantas formas, naturales y
artificiales, manifiestas y aterciopeladas, y abundan también las plañideras y
flautistas de turno que crean y fomentan el terror, la corrupción en todas sus
variantes, la tristeza y el desencanto, pero también hay gente que generan alegría,
esperanza, vida. Los testigos de la fe hemos de pedir incesantemente la ayuda del
Señor para que desaloje la muerte y a sus músicos y plañideros, y trabajar para
que nuestra presencia sea prolongación de la de Jesús, porque la sanación y
vivificación de Jesús pasa por nuestras manos a través de las cuales Él bendice,
amonesta, acoge y acaricia.
Por consiguiente, el evangelio no es letra muerta, en él se encuentra al Cristo vivo,
presente, en su humanidad y su divinidad, que se dirige personalmente a cada uno
de nosotros; hoy Cristo está presente, pasa por nuestras vidas como por en medio
de las muchedumbres del evangelio, sigue dejándose tocar y zarandear; Dios es un
Dios de amor y de misericordia. Dios es todopoderoso pero espera nuestro
consentimiento para actuar en nuestras vidas, y eventualmente en nuestro cuerpo.
Espera pacientemente que le expresemos nuestras peticiones y nuestros
sufrimientos, no hace nada contra nuestra voluntad, respeta nuestra libertad y
nuestro caminar; todos necesitamos curación, o la necesitaremos mañana pues si
no somos todos enfermos en el cuerpo, todos encontramos dificultades, penas,
adversidades…
Todos de un modo u otro somos seres heridos que necesitamos la misericordia
divina: la curación física es un signo visible, una resurrección parcial, para
recordarnos la otra resurrección, la del alma. Es la fe la que nos salva; la fe y la
oración, la confianza, el abandono, tocan el corazón de Dios. El evangelio, la
Eucaristía, los sacramentos nos hacen tocar a Dios, nos lo hacen realmente
presente. En esta semana, si queremos, podemos tocar a Cristo. Primero , en los
sacramentos: en la Eucaristía tocamos ese Pan de vida que nos tonifica, nos
alimenta, nos santifica. En la confesión tocamos a ese Cristo Médico que nos
perdona, nos alienta, nos cura las llagas que dejó el pecado. En los demás
sacramentos tocamos a Cristo que con su gracia bendice y eleva el matrimonio al
nivel sobrenatural, haciendo a esos esposos reflejo fiel y fecundo de Cristo y la
Iglesia; hace de ese hombre “otro Cristo”, un ministro ungido y consagrado; en la
unción de enfermos, ese toque es todavía más visible y trepidante cuando el
sacerdote derrama el óleo consagrado sobre la frente y las manos del enfermo.
Y finalmente , podemos tocar a Cristo en ese prójimo que está a mi lado: mi esposo,
mi esposa, mis hijos, mis parientes, amigos y vecinos…con la sonrisa, el perdón, el
gesto servicial, la palabra amable, la palmadita en la espalda…
Señor, ten misericordia de mí, que soy un pecador. Tócame con tu gracia divina y
cúrame. Aumenta mi fe para acercarme a tus sacramentos donde te toco en lo
profundo de mi alma. Que con mi caridad lleve tu toque divino a mis hermanos, por
intercesión de Santa María Reina, nuestra Madre y Maestra.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)