XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
El papa Francisco nos trae la alegría y la gracia del Hijo de María e Hijo de
Dios
En Bolivia ya estamos preparados para recibir con inmensa alegría al Papa Francisco
que nos visita a mitad de la próxima semana. Damos gracias a Dios por su presencia
entre nosotros, pues estamos convencidos de que contribuirá a renovar nuestra
iglesia desde la experiencia del encuentro con Cristo, en un compromiso mayor con
los valores del Reino, suscitando una transformación de la conciencia que nos impulse
a vivir en el amor, en el servicio y en el respeto a los demás, con mayor
responsabilidad ante los dones recibidos de parte de Dios.
Que el Papa Francisco sea para nosotros la voz del Evangelio que proclama la gracia
de Cristo, la gracia del Hijo de María e Hijo de Dios, que anuncia la libertad, la justicia,
la paz y la atención a los últimos, a los descartados de la sociedad, a los pobres,
enfermos y marginados, como prioridad en los criterios que rigen nuestra vida social
y política, tal como lo proclaman constantemente las orientaciones de los Obispos de
Bolivia en todos sus documentos pastorales. Y que la alegría que el Papa Francisco
comunica contagie a todos los que lo sigan o participen en los actos de su venida.
¡Bienvenido a Bolivia, querido Papa Francisco! ¡Laudato si’, mi’ Signore, gracias por
tu amor hacia el pobre!
En la palabra de Dios de este domingo destaca el mensaje de Dios, recibido y
transmitido por Pablo: “Te basta mi gracia” (2Cor 12,9). Contra toda soberbia
humana, Pablo reconoce que Dios le ha revelado hasta tres veces que le basta su
gracia. Y por ello la más significativa y paradójica manifestación de Dios es la
revelación de su fuerza en la debilidad, la cual encuentra su exponente máximo en
la potencia del crucificado. Estas mismas palabras de Pablo (2Cor 12,9) constituyen
el lema episcopal del Arzobispo de Santa Cruz de la Sierra, Mons. Sergio Gualberti, y
reflejan espléndidamente la vivencia de su ministerio con una actitud de plena
confianza en Dios, en medio de todas las dificultades y circunstancias adversas de la
vida personal y ministerial.
De igual manera estas palabras pueden ser claves para toda nuestra vida cristiana y
desde ellas se pueden interpretar las tres lecturas bíblicas de este domingo que
subrayan el carácter profético de los textos de Ezequiel, Pablo y Marcos (Ez 2,2-
5; 2Cor 12,7-10; Mc 6,1-6). El profeta es el que proclama públicamente la palabra
de Dios en medio del mundo, incluso en medio de la obstinación, cerrazón e
incredulidad de las gentes. Por ello el destino de todos los profetas es la persecución
y el desprecio por causa de la fidelidad a la Palabra de Dios hasta la experimentar la
muerte como víctimas de la sociedad y de los que ostentan los poderes del mundo.
Sin embargo la potencia de toda cruz en la historia está impulsada por aquel que
desde la cruz y por amor tira de todos hacia Dios y cuya palabra creadora y
regeneradora de vida nueva está siempre viva y es fuente inagotable de gracia.
En el evangelio de Marcos se plantea muchas veces la cuestión de la identidad de
Jesús. Hoy escuchamos el texto de Mc 6,1-6, donde se aborda abiertamente la misma
cuestión reconociendo a Jesús como hijo de María.
En la primera parte del Evangelio de Marcos, desde 1,1 hasta 8,26, se desarrolla la
identidad de Jesús como Mesías, como mensajero del reino de Dios, que a partir de
sus obras prodigiosas, los milagros, y con la autoridad y credibilidad de su palabra
culminará con la proclamación mesiánica por parte de Pedro en Cesarea de Filipo. En
el bautismo de Jesús, cuando él sale del agua y se desgarran los cielos, se escucha
una voz celeste: “ tú eres mi Hijo, en ti me complazco” . Es la voz de Dios, que lo
acredita como hijo. Sin embargo, al empezar su actividad se cuestiona la identidad
de Jesús, primero, por parte de los escribas y, después, por parte de sus propios
familiares que lo tachan de loco.
Más adelante son los vecinos de su tierra quienes se plantean su identidad: “¿De
dónde le viene esto, y qué sabiduría es la que se le ha dado, y qué prodigios se
realizan con sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de
Santiago y de Joset y de Judas y de Simón? Y ¿no están sus hermanas aquí entre
nosotros?” (Mc 6,2-3).
En la cultura mediterránea, y particularmente en aquella sociedad del siglo I, se
comprendía la identidad personal a partir del origen del individuo. La familia, el
pueblo y la fama son las señas de identidad del individuo, las cuales otorgan a la
persona una gran seguridad desde una perspectiva social. Aquí es significativo que a
Jesús se le llame “ el hijo de María” . No era nada normal llamar a uno por el nombre
de la madre, ni siquiera aunque hubiera muerto el padre. A partir de esta
denominación se puede deducir, por tanto, que Jesús no tenía padre conocido o
reconocido, lo cual era algo humillante.
No hay que olvidar que en Israel sólo el padre transmite el apellido, la herencia
cultural y religiosa, el patrimonio de los antepasados. Ni tampoco hay que olvidar
que la condición humana (en el sentido de naturaleza, especie, raza) era atribuida a
la madre. Así, el título cristológico “Hijo de Hombre” (equivalente a decir Hijo de
Humano) une a su pretensión de autoridad (con la soberanía divina del Hijo del
Hombre de la tradición apocalíptica de Dn 7,13), su condición de hijo de su madre
(no de su padre). Jesús se llama a sí mismo Hijo de Hombre (Mc 2,10.28; 8,31) antes
de que el evangelista cuente lo que dicen sus vecinos. De ello puede inferirse que él
reivindica su condición humana, ligada a la madre, antes de que los otros lo califiquen
así. De esta manera es él quien va definiéndose y mostrando su identidad, en lugar
de ser definido o determinado por lo que los demás digan. Su pretensión de autoridad
resulta entonces más paradójica, pues sin un apellido en el que llevara incluida la
herencia cultural y religiosa Jesús, desde el punto de vista sociocultural, es sólo eso,
un Hijo de Humano.
El desprecio en su tierra a Jesús, el Humano, el Hijo de María, se constata en los
cuatro evangelios, aunque el evangelio de Lucas es quien más lo desarrolla en su
presentación profética como enviado por Dios para anunciar a los pobres el Evangelio
de la libertad y de la gracia (Lc 4,16-30). En Marcos también se pone de manifiesto
que Jesús es el profeta despreciado por su gente y por su pueblo. Ni la sabiduría
reconocida en la enseñanza de Jesús, ni los milagros realizados hasta ahora han sido
suficientes a los vecinos y parientes de Jesús para entender, ni siquiera vislumbrar
mínimamente, quién es él.
Después de esto Jesús constata su incredulidad. La incredulidad consiste en estar
cerrados a la manifestación sorprendente de Dios en la humanidad de Jesús, mientras
que la fe auténtica consiste en estar dispuestos a reconocer que Jesús es
verdaderamente Hombre e Hijo de Dios, tal como se revela al pie de la cruz por parte
del centurión pagano (Mc 15,39). Acoger esta revelación con todas las consecuencias
es convertirse en seguidor y discípulo de Jesús. Acoger la humanidad de Jesús,
comprender el misterio de su persona en la sencillez de su actuar, percibir su
autoridad y fuerza en la confrontación con todo mal de este mundo, y quedar
atrapados por la solidaridad extrema con la que Jesús se hace presente en todos los
que sufren en esta tierra, en todos los crucificados del mundo, es creer en Él y creer,
como el centurión, que este Hombre, el Hijo de María, es el Hijo de Dios”.
El Dios desconcertante que cambió el rumbo de la vida de Pablo y que le capacitó
para experimentar su fuerza en la debilidad es el que a todos nosotros puede
cambiarnos la mentalidad para pasar de la incredulidad a la fe. Basta que abramos
el corazón y la conciencia para contemplar la profundidad del misterio de que el Hijo
de María, este Hombre es el Hijo de Dios. Lo crean o no los demás, lo perciba o no
este mundo secularizado y confundido, los creyentes en misión permanente
anunciamos esto: un Mesías Crucificado, potencia de Dios para salvar el mundo.
Basta entender que la fuerza se realiza en la debilidad (2 Cor 12,7-10). Por eso Pablo
se abre a esta gracia. Conocer a Cristo, humano y divino, y experimentar el
dinamismo de su amor es la verdadera gracia de Dios, concedida en plenitud a la
Virgen María que la acogió y la hizo carne suya. Esa misma gracia se derramó también
sobre nosotros para que la acojamos como ella, cada cual según su misión. En medio
de todas nuestras debilidades abramos, por tanto, nuestro corazón y nuestra
mentalidad también nosotros a este mensaje de Dios: Mi gracia te basta.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura