Domingo 19 del Tiempo Ordinario/B
(1 Re 19, 4-8; Ef 4, 30- 5, 2; Jn 6, 41-51)
“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”
El evangelio de Juan nos presente el discurso sobre el ‘pan de vida’, que Jesús
realizó en la sinagoga de Cafarnaún, en el cual afirmó: ‘Yo soy el pan vivo bajado
del cielo. Si uno come este pan vivirá eternamente y el pan que yo daré es mi
carne para la vida del mundo”.
Sigue la catequesis de Jesús sobre el Pan de la Vida en la sinagoga de Cafarnaún.
Hoy Cristo nos pide fe para creer que Él es el verdadero Pan de la vida que Dios
envía a la humanidad para que sacie su hambre. El que crea en Él tendrá la vida
eterna. Jesús subraya que no vino a este mundo para traer alguna cosa, sino para
dar su vida, para nutrir a quienes tiene fe en Él.
Jesús se presenta como el ‘pan vivo’, esto es, el alimento que contiene la vida
misma de Dios y es capaz de comunicarla a quien come de él, el verdadero
alimento que da la vida, que nutre realmente en profundidad. Jesús dice: “El que
coma de este pan vivirá para siempre y el pan que yo daré es mi carne para la vida
del mundo” ( Jn 6, 51).
Pues bien, ¿ de quién tomó el Hijo de Dios esta ‘carne’ suya, su humanidad concreta
y terrena? La tomó de la Virgen María. Dios asumió de ella el cuerpo humano para
entrar en nuestra condición mortal. A su vez, al final de la existencia terrena, el
cuerpo de la Virgen fue elevado al cielo por parte de Dios e introducido en la
condición celestial, fiesta que celebraremos el próximo sábado, la asunción de
María.
Es una especie de intercambio en el que Dios tiene siempre la iniciativa plena, pero
en cierto sentido necesita también de María, del ‘sí’ de la criatura, de su carne, de
su existencia concreta, para preparar la materia de su sacrificio: el cuerpo y la
sangre que va a ofrecer en la cruz como instrumento de vida eterna y en el
sacramento de la Eucaristía como alimento y bebida espirituales.
Hermanos y hermanas, lo que sucedió en María vale, de otras maneras, pero
realmente, también para cada hombre y cada mujer, porque a cada uno de
nosotros Dios nos pide que lo acojamos, que pongamos a su disposición nuestro
corazón y nuestro cuerpo, toda nuestra existencia, nuestra carne —dice la Biblia—,
para que él pueda habitar en el mundo. Nos llama a unirnos a él en el sacramento
de la Eucaristía, Pan partido para la vida del mundo, para formar juntos la Iglesia,
su Cuerpo histórico. Y si nosotros decimos sí, como María, es más, en la medida
misma de este ‘sí’ nuestro, sucede también para nosotros y en nosotros este
misterioso intercambio: somos asumidos en la divinidad de Aquel que asumió
nuestra humanidad.
La Eucaristía es el medio, el instrumento de esta transformación recíproca, que
tiene siempre a Dios como fin y como actor principal: él es la Cabeza y nosotros los
miembros, él es la Vid y nosotros los sarmientos. Quien come de este Pan y vive en
comunión con Jesús dejándose transformar por él y en él, está salvado de la
muerte eterna: ciertamente muere como todos, participando también en el misterio
de la pasión y de la cruz de Cristo, pero ya no es esclavo de la muerte, y resucitará
en el último día para gozar de la fiesta eterna con María y con todos los santos.
Este misterio, esta fiesta de Dios, comienza aquí abajo: es misterio de fe, de
esperanza y de amor, que se celebra en la vida y en la liturgia, especialmente
eucarística, y se expresa en la comunión fraterna y en el servicio al prójimo.
Roguemos a la santísima Virgen que nos ayude a alimentarnos siempre con fe del
Pan de vida eterna para experimentar ya en la tierra la gloria del cielo (Benedicto
XVI Ángelus16 de agosto de 2009).
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)