Domingo 20 del Tiempo Ordinario (B)
PRIMERA LECTURA
Comed de mi pan y bebed el vino que he mezclado
Lectura del libro de los Proverbios 9, 1-6
La Sabiduría se ha construido su casa plantando siete columnas, ha preparado el banquete, mezclado el vino y
puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien en los puntos que dominan la ciudad: «Los
inexpertos que vengan aquí, quiero hablar a los faltos de juicio: “Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he
mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la prudencia.”»
Sal 33, 2-3. 10-11. 12-13. 14-15 R. Gustad y ved qué bueno es el Señor.
SEGUNDA LECTURA
Daos cuenta de lo que el Señor quiere
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios 5, 15-20
Hermanos: Fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos, sino sensatos, aprovechando la ocasión, porque vienen días
malos. Por eso, no estéis aturdidos, daos cuenta de lo que el Señor quiere. No os emborrachéis con vino, que lleva al
libertinaje, sino dejaos llenar del Espíritu. Recitad, alternando, salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad
con toda el alma para el Señor. Dad siempre gracias a Dios Padre por todo, en nombre de nuestro Señor Jesucristo.
EVANGELIO
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida
Lectura del santo evangelio según san Juan 6,51-58
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: - «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá
para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.» Disputaban los judíos entre sí: - «¿Cómo
puede éste darnos a comer su carne?» Entonces Jesús les dijo: - «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del
hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna,
y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi
carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo
modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo
comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
El pan y la carne
La Palabra de Dios viene enmarcada este domingo por el tema de la sabiduría. A primera vista
no parece tener una relación directa con el evangelio, en el que seguimos leyendo el discurso del
pan de vida. El único vínculo visible es que la sabiduría divina se propone a sí misma por medio
de un banquete. Para adquirir sabiduría hay que aceptar la invitación que ella misma cursa a
todos los que la desean a participar de la mesa que ha preparado, a comer de su pan y beber de su
vino. Una buena aclaración del sentido cristiano de esta sabiduría nos la ofrece Pablo en el texto
de la carta a los Efesios. La sabiduría cristiana consiste en la sensatez y la sobriedad de vida,
especialmente ante situaciones negativas. Ante los “malos tiempos”, como los que vivimos
ahora, existe siempre la tentación no sólo de maldecir y poner mala cara, sino también de huir,
embotando nuestra conciencia, alienándonos del dolor que esa situación nos produce (y que
puede ser global, social o estrictamente personal), por medio de la borrachera de vino, o de otras
cosas: las drogas, los programas de televisión o el internet… Pablo nos propone otra forma de
embriaguez: no la de las bebidas espiritosas (y sus otros sucedáneos), sino la del Espíritu Santo,
que, en vez de aturdir nuestra conciencia, la despierta y nos abre los ojos y el corazón para ver
los bienes que, pese a todo, recibimos continuamente de Dios; así aprendemos a usarlos
adecuadamente, de manera que no vivimos compulsivamente para ellos, sino que, sirviéndonos
de ellos con sensatez y sobriedad, los convertimos en ocasión para alabar y dar gracias a Dios.
Pablo nos exhorta a dar gracias “por todo”, luego también por esos bienes necesarios para vivir,
en los que la sabiduría nos descubre los signos y la prenda de otros bienes más elevados y
definitivos, a los que aspiramos mientras usamos con libertad y generosidad los de este mundo.
Como vemos, y contra lo que con frecuencia se afirma, la experiencia religiosa guiada por el
Espíritu de Jesús, no sólo no nos aliena de este mundo, sino que nos da la sabiduría para valorar
y usar sus bienes con justicia.
La síntesis y la vinculación armónica de estos dos tipos de bienes la vemos realizada
precisamente en el discurso del pan de vida de Jesús: el pan que alimenta nuestro cuerpo y el
vino que alegra nuestro espíritu se hacen en Cristo sacramentos de su cuerpo y de su sangre,
prenda de salvación, alimento de vida eterna. Ya decíamos hace dos semanas que no hay
contradicción entre el pan material y el pan que da la vida eterna.
En el diálogo sobre el pan de vida, Jesús hace una equiparación que no puede no causar
extrañeza y escándalo. No sólo habla provocadoramente de sí mismo como el pan bajado del
cielo, como el verdadero maná, sino que afirma con toda crudeza que ese pan es su carne, y que
para alcanzar la vida eterna tenemos que comer su carne y beber su sangre.
No debemos pensar que el escándalo se produce por una pretendida antropofagia. Se trata, en
realidad, del escándalo de la cruz. La carne de los animales ofrecidos en sacrificio era destruida
y, en parte, también era comida en un banquete ritual. Si Jesús habla de que su carne y su sangre
han de ser comida y bebida, es porque está hablando de que su propio cuerpo tiene que ser
ofrecido en sacrificio; y si él es el verdadero maná, quiere decir que su cuerpo es el objeto del
verdadero y definitivo sacrificio agradable a Dios.
En el episodio de las tentaciones en el desierto, Jesús responde al diablo citando un texto del
Deuteronomio (cf. Dt 8, 3) que habla precisamente del maná: “no sólo de pan vive el hombre,
sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4; Lc 4, 4). Pues bien, esa Palabra hecha
carne (cf. Jn 1, 14), se ha entregado en sacrificio hasta la muerte. Y el pan y el vino de la
Eucaristía son el memorial de esa pasión; no un mero recuerdo, sino actualización y presencia
real de la muerte de Cristo en la cruz. El que come ese pan y bebe ese vino entra en comunión
profunda con el Cristo que ha ofrecido su cuerpo y derramado su sangre en el altar de la cruz, de
modo que Cristo habita en él y él en Cristo, y así como participa de su muerte, participa también
de su resurrección.
Pero igual que en los discípulos de aquel tiempo, la perspectiva de la cruz suscita en nosotros
rechazo y escándalo. Nos echamos atrás ante una carne comida, es decir, destrozada, destruida.
No debemos olvidar que en la antropología unitaria de la Biblia la carne expresa no “una parte”,
sino el ser entero del hombre desde el lado de su corporalidad, esto es, de su presencia física, que
en él es una presencia ofrecida y entregada; no sólo un ser-ahí (sum), sino un ser-para (adsum).
Jesús, llegados a este punto del discurso del pan de vida, nos está introduciendo en la sabiduría
de la cruz. Entendemos ahora el marco ofrecido por la primera lectura y también por la segunda.
Se trata de una sabiduría superior, que no es de este mundo (cf. 1 Cor 2, 6-8), que a los ojos de
este mundo, tanto de las mentes piadosas, como la de judíos, como de los espíritus críticos, el de
los griegos, es locura y necedad (cf. 1 Cor 1, 23).
Pero es precisamente esta sabiduría la que nos instruye en el uso armónico de los bienes de la
tierra como prenda de los bienes futuros y nos enseña que, en caso de que surja entre ellos
oposición o conflicto (lo que no está excluido), hay que saber renunciar con libertad de espíritu a
los primeros, para poder adquirir los segundos. Una renuncia que puede llevar, como en el caso
de Cristo, incluso a la de la propia vida. Esta es la esencia de la sabiduría cristiana: vivir con
sensatez en este mundo, disfrutando con gratitud de los bienes que Dios nos ha concedido, pero
aspirando a los bienes de arriba (cf. Col 3, 1-4), y siendo libres, capaces de renunciar como
Cristo a aquellos cuando lo exigen la fe y el amor, la coherencia de vida y el bien de los
hermanos.