XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
CONSECUENTE
Padre Pedrojosé Ynaraja
1.- La carta de Santiago, segunda lectura de este domingo, es texto propio de un
hombre mayor, mis queridos jóvenes lectores. Está de moda hoy elogiar y
reconocer a la gente que destaca y pasa por esta etapa de la vida, y no seré yo
quien me oponga, ya que, durante unos cuantos años, lo fui, los recuerdo con
entusiasmo y sin duda Dios me acompañó durante ellos. Recuerdo aquellos tiempos
y memorizo muchos de mi misma generación. He de reconocer que algunos han
muerto, ahora bien, si analizo los manifiestos que proclamaban, los valores que
ciertos individuos cacareaban, las cualidades que a tantos entusiasmaban, no
quiero ahora afirmar si muchos o pocos, llegada la madurez, renunciando o
ignorando lo que decían, viven de muy diferente manera de cómo uno esperaba de
ellos. De aquí que escribiera que el autor revelado debía ser adulto, seguramente
anciano. Seguramente había sido testigo de cómo, para ganarse simpatías, habían
otorgado honores caprichosamente, sin pensar si se lo merecían.
2.- Hoy no se trata de llevar anillos o no. En los puestos de “top manta” se
consiguen los más espectaculares, a bajísimo precio, según dicen. Hoy se otorgan
los máximos honores a conjuntos musicales de fama momentánea, deportistas que
pronto serán superados por otros, agitadores populares que pasan con facilidad a
puestos de aprovechamiento social o económico sin mérito.
3.- Me crispan tantos que, declarándose cristianos y participando en cualquier
reunión de este género, menosprecian a cualquiera que esté afiliado, por modesta
que sea su militancia, a tendencias políticas que no son las suyas. Tanto en
ambientes de izquierda como de derechas. Afortunadamente, en países que
llamamos democráticos, se alternan en el poder unos y otros. Y en cortos periodos
de tiempo, se descubren corrupciones de uno y otro género.
4.- Hay que reconocer que hay personas que aprecian un sistema de gobierno y lo
hacen de muy buena fe, que entre los que se inician en la política, muchos no
pretenden ocupar lugares de dominio. Pero nunca hay que olvidar y sí tener
siempre presente que la Fe está muy por encima de estas realidades que,
contempladas según perspectivas que los teóricos llaman “sub specie aeternitatis”,
(con criterios de eternidad, dicho en román paladino) las diferencias entre unas y
otras, son mínimas. Y obsérvese que no hablo de cualidades o deficiencias,
bondades o maldades, de unos u otros. Que de todo hay en todos los bandos.
5.- Otro signo externo es el origen. Escribo desde la vieja Europa. Sabemos todos
que nuestra civilización está en fase de caducidad, según análisis estadístico. Que
para que perdure una cultura es preciso que cada mujer fértil engendre 2,1 hijos
(evidentemente, hablo de números estadísticos, no reales). Pues bien, a aquellos
que llegan de continentes que reconocemos son esperanza de vitalidad humana,
también en nuestras asambleas litúrgicas, generalmente, se les margina. Sin
recibirlos como especiales testimonios de Esperanza, los relegamos a ser, desde la
superioridad que nos otorgamos, gente admitida y sin ser mimada, como se
merecerían.
6.- Otro criterio de separación puede ser la lengua o las costumbres. Me asombró
enterarme no hace mucho tiempo que el gran San Agustín, además de que su
procedencia era africana, cosa que ya conocía de siempre, no sabía griego (algo
parecido, que no exacto, en la actualidad a no saber inglés). Y sus escritos y su
Regla, continúan después de tantos siglos, prestando ayuda espiritual.
7.- Regresaba el Señor del extranjero. Tiro y Sidón habían sido ciudades-estado de
riqueza y cultos perversos. Recuérdese a la reina Jezabel, que tanto mal causó al
Israel de tiempos de Elías. Nadie le recrimina estos viajes del Maestro, tampoco son
para Él días de evasión. Jesús no quiere hacer un espectáculo del ejercicio de su
bondad. Le piden públicamente ayuda, Él, discretamente, aparta al necesitado y la
ejerce. Impresionó su obrar de tal manera que el evangelista que escribe en griego,
recuerda la palabra aramea exacta. Que sus males pudieran ser manifestaciones de
disfunciones neuróticas, nadie lo niega. Sea lo que fuese, el enfermo es curado.
Más que diagnosticar su enfermedad, es preciso, mis queridos jóvenes lectores, que
nos fijemos en su generosidad, en su agradecimiento. ¿le somos nosotros
agradecidos al Señor y de ello damos noticia públicamente, como hizo este buen
hombre anónimo?