¿Condenados al silencio?
XXIII Domingo Ordinario, Ciclo B
+Mons. Enrique Díaz
Diócesis de San Cristóbal de Las Casas
Isaías 35, 4-7: “Se iluminarán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos
se abrirán”
Salmo 145: “Alaba, alma mía, al Señor”
Santiago 2, 1-5: “Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos
herederos del Reino”
San Marcos 7, 31-37: “Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”
“Humanamente hablando, la palabra, nuestra palabra humana, es casi una
nada de la realidad, un suspiro. Apenas pronunciada, desaparece. Parece ser
nada. Pero ya la palabra humana tiene un fuerza increíble. Son las palabras
que luego crean la historia, son las palabras que dan forma a los
pensamientos, los pensamientos de los cuales viene la palabra. Es la palabra
que forma la historia, la realidad. Y si hablamos de la Palabra de Dios es el
fundamento de todo, es la verdadera realidad”. Así iniciaba el Papa
Benedicto su meditación en el Sínodo de la Palabra, recordándonos la
fragilidad y grandeza de la palabra. Hemos vivido días de turbulencia donde
la palabra pretende ser ahogada como si ahogando la palabra se destruyera
la verdad: periodistas asesinados, condena de manifestaciones, hombres y
mujeres obligados al silencio, mensajes comprados e historia inventada…
pero la verdad va más allá de las manipulaciones. No podemos guardar
silencio porque nos convertiríamos en cómplices. El pueblo tiene derecho a
decir su palabra y a escuchar la verdad. ¡Con mucha mayor razón tiene
derecho a escuchar la PALABRA y a pronunciar LA PALABRA!
Es una de las limitaciones que más presentan los hermanos en nuestras
visitas a sus comunidades, la imposibilidad de comunicar sus necesidades,
sus problemas y buscar canales para que sus solicitudes lleguen a su
destino. “A los pobres no nos hacen caso”, es con frecuencia su queja y van
buscando personas que den voz que pueda ser escuchada. Nos encontramos
en un país de sordos y mudos. Los que tienen las graves necesidades y los
muchos problemas, por más que se cansen de gritar, de pedir y de
demostrar, no son escuchados. Quienes tienen la autoridad, el poder, el
dinero y las posibilidades de solucionar problemas, se han vuelto incapaces
de escuchar los gritos de angustia y de dolor del pueblo. En nuestro tiempo,
se ha recrudecido este problema fundamental de la comunicación y el
lenguaje. En lugar de hacer más fácil el entendernos, nos quedamos solos,
nos aislamos o solamente nos relacionamos con nuestro grupito.
El Papa Francisco ha elevado su voz pidiéndonos que escuchemos un grito
angustioso y ensordecedor de la hermana tierra que gime en dolores de
agonía. Ha intentado quitar el velo que nos impide descubrir las necesidades
y el hambre de hermanos cercanos a nuestras fronteras que mueren de
hambre y sed. Estamos voluntariamente sordos para no escuchar el dolor;
nos volvemos neciamente mudos para no pronunciar palabra frente a las
injusticias. Dejamos que los hermanos se desgarren en su dolor y en su
soledad sin pronunciar palabra. Les negamos el encuentro cálido, cordial y
amable que esperarían de nosotros. Los vemos como extraños y alejados,
más del corazón que en la distancia; no somos capaces de escucharlos,
entenderlos y atenderlos como hermanos. Así, terminamos agobiados por
nuestro propio aislamiento, vivimos en soledad y no nos sentimos
comprendidos ni amados por nadie. Sería hoy muy importante examinar por
qué me cierro frente a determinadas personas o grupos, mirar cuándo y
dónde pongo oídos sordos, y buscar las razones por las que no me
solidarizo, ni me comunico y quedo en soledad. Frecuentemente las causas
de esta incomunicación, indiferencia y aislamiento, tienen su raíz en el
egoísmo, la desconfianza y la falta de solidaridad. La imagen del sordomudo
podría también representar a las personas incomunicadas no solamente con
sus semejantes, sino también con Dios. No tenemos tiempo para escuchar
su palabra, no queremos oír sus mensajes, no estamos dispuestos a dejarlo
entrar en nuestro ámbito interior.
Me impresiona la forma en que Cristo cura al sordomudo: “ El lo apartó a un
lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con
saliva” , es todo un ritual de acercamiento y atención personalizada. Es lo
que requiere la comunicación. No se trata a la persona como si fuera una
ficha o un número, no se le aplican controles, sino se crea el momento
oportuno, donde pueda escucharse, donde se pueda palpar cuáles son sus
sentimientos. Se rompen los muros de los prejuicios, de la discriminación,
de la separación y se puede entablar un verdadero diálogo. Sólo entonces se
abren los oídos y se pronuncian las palabras que tienen sentido. Sólo
entonces puede haber verdadera comunicación. Hoy vuelve a resonar el
mandato de Jesús: “¡Effetá!” , y debemos abrir los oídos y el corazón. Es
necesario escuchar a Dios en la historia, en el evangelio, en la vida, en las
personas, descubriendo lo que Él nos dice, no lo que nosotros queremos
escuchar. Hay que buscar los momentos apropiados para dejar que el eco de
su voz resuene en nuestro interior, porque Él nos sigue hablando en todos
los momentos de la vida. Necesitamos también abrir nuestra boca para
anunciar buena nueva.
El apóstol Santiago, en la segunda lectura, nos pone frente a un ejemplo
muy duro pero muy cierto: no todas las personas son escuchadas del mismo
modo, hay algunas a las que no se les hace caso y se les ignora. Lo dice de
las asambleas de su tiempo, pero lo mismo pasa en nuestras asambleas, a
veces tiene más estimación un traje bonito que la dignidad de una persona.
En nuestra sociedad hay muchos marginados que no tienen voz, ni
derechos, ni presencia. No encuentran espacios en la educación, en la
medicina, en los proyectos de vida, en la dignidad del trabajo, son como
sombras que deambulan sin hacer ruido. O bien, hacen ruido, pero son
silenciados por otros intereses. Necesitamos acabar con esta sociedad de
sordos y mudos, y construir una nueva sociedad donde la voz y la palabra
tengan su relevancia, no importando quién es el que la pronuncie, sino su
contenido. Una sociedad donde sea más importante encontrarse con el
hermano que todos los bienes materiales.
Más allá de todas las divagaciones, al final de esta reflexión me quedan en el
corazón unas preguntas: ¿Dónde me está hablando Dios? ¿Qué obstáculos le
pongo a su Palabra? ¿Callo y me convierto en cómplice de mentiras, de
injusticia y de dolor? ¿Cómo me acerco a mis hermanos? ¿Soy sordo y mudo
ante la realidad actual?
Señor Jesús, que te has hecho palabra y comunicación del Padre, abre
nuestros oídos para escuchar tu mensaje, nuestro corazón para recibir a los
hermanos y nuestra boca para anunciar tu evangelio. Amén