XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
La fe sin obras está muerta
La carta de Santiago, que venimos leyendo estos últimos domingos, toca otra vez el
tema de la autenticidad de la fe, afrontando el problema de una religiosidad
aparente, de una fe vacía y sin obras, es decir de una fe incoherente (Sant 2, 14-
18) y su conclusión es clara: Una fe sin obras está muerta en sí misma, es inútil, es
una farsa. Esa carta pone un ejemplo claro: “Si un hermano o una hermana andan
desarropados y faltos del alimento diario y uno de vosotros les dice: "Id en paz,
abrigaos y saciaos", pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué
sirve?” (Sant 2,15-16).
El papa Francisco nos ha dado esta semana dos grandes ejemplos de coherencia de
la fe mediante obras de amor misericordioso para que los católicos seamos
consecuentes con nuestra fe mediante la realización de obras de auténtico amor. El
primero es el llamamiento realizado a todas las parroquias y comunidades
cristianas de Europa para acoger en cada una de ellas a una familia de refugiados
sirios. El segundo es la carta apostólica Mitis Iudex Dominus Iesus , sobre la reforma
del proceso canónico para las causas de declaración de nulidad matrimonial en el
Código de Derecho Canónico, en la cual se insta a que los obispos de toda
la Iglesia faciliten y agilicen el procedimiento de concesión gratuita de la nulidad
matrimonial con el fin de ayudar realmente a los creyentes que evidencien las
razones para la misma. El papa Francisco quiere hacer una Iglesia atenta a los
problemas de las personas que sufren en el tiempo presente. Colaboremos todos
para que estas dos obras concretas se lleven a cabo entre nosotros. Esto es
responder también a la llamada de Jesús al seguimiento radical, tal como hace el
evangelio de hoy.
El evangelio de Marcos tiene su centro literario y teológico en el pasaje de este
domingo (Mc 8,27-35). En él Jesús plantea abiertamente la cuestión de su
identidad, muestra a los discípulos su destino y los invita a un seguimiento radical.
Esta escena permite dividir la obra de Marcos en dos partes muy bien diferenciadas,
las mismas que se apreciarán en los evangelios de Mateo y de Lucas.
Jesús ha aparecido en la primera parte del Evangelio como mensajero del Reino de
Dios y su actividad es la que hace cercana, próxima e inminente la llegada de ese
Reino. Durante el tiempo de su actividad pública, que tuvo lugar en la zona judía de
Galilea, sobre todo en torno al mar de Genesaret, en la ciudad de Cafarnaún y en la
orilla pagana del lago, Jesús ha realizado gran parte de sus milagros como una
serie de prodigios propios de los tiempos mesiánicos. En Marcos, la curación de los
endemoniados, del leproso, del paralítico y de otros muchos enfermos, la curación
de la hemorroisa y la resurrección de la hija de Jairo, la intervención de Jesús
calmando al viento y al mar en medio de la tempestad, la curación del sordo
tartamudo y del ciego de Betsaida y el doble reparto entre las multitudes
hambrientas del pan partido, tanto en zona judía como pagana, son todas ellas
manifestaciones extraordinarias de la grandeza de Jesús, que revelan la cercanía
del Reino de Dios. A través de estos signos, quienes los presenciaron y quienes los
conocemos mediante el relato evangélico, podemos preguntarnos qué clase de
hombre es éste y de dónde le viene su fuerza y su poder.
Estas actividades de Jesús se revelan además como actuaciones radicalmente
críticas contra instituciones religiosas judías, la del día del sábado, la ley, la
sinagoga y el templo y como apertura del Reino de Dios al mundo pagano, de modo
que también los extranjeros y gentiles tienen parte en la mesa común del banquete
mesiánico. Así se pone de manifiesto la enorme autoridad moral de Jesús frente a
las autoridades del Israel religioso.
Aquella pregunta abierta de Jesús en el evangelio de hoy nos interpela también a
nosotros: “¿Quién decís vosotros que soy yo?” Los discípulos fueron capaces de
comprender que Él era el Mesías. Sin embargo, no eran conscientes aún de las
implicaciones y consecuencias que ese reconocimiento llevaría consigo y Jesús
empieza a corregir inmediatamente sus concepciones mesiánicas y religiosas. En la
segunda parte del Evangelio se desvelará de qué modo Jesús entiende su
mesianismo. El primer anuncio de su muerte en la cruz como destino ineludible de
su actuación mesiánica no cabe en las expectativas de Pedro ni de los discípulos.
Éstos han reconocido al Mesías pero no han percibido las consecuencias y las
exigencias de un mesianismo que acabará en la cruz por anteponer el Reino de Dios
y su justicia al templo y al sistema del culto y por colocar al ser humano necesitado
en el centro de atención de la vida religiosa. A esto mismo quedamos invitados con
los discípulos todos los que hoy leemos y escuchamos el evangelio, pues de lo
contrario la fe que decimos profesar es una fe muerta. Frente a una religiosidad
inoperante y muerta (Sant 2,14-18), la carta de Santiago insiste en que la religión
auténtica según Dios Padre consiste en atender al marginado e indefenso, al
huérfano y a la viuda, al hambriento y al desnudo.
Los últimos versículos del Evangelio son de gran importancia, especialmente para el
fomento de las vocaciones al seguimiento radical en el sacerdocio y la vida
consagrada. La invitación final del evangelio a “tomar la cruz y seguir a Jesús” no
son dos cosas sino una sola, porque la una implica la otra.
El verbo “seguir” es típico de los evangelios y significa mantener una relación de
cercanía a alguien, en una actividad de movimiento, subordinado al de esa persona.
“Seguir” a Jesús es estar íntimamente unido a él con alegría y entusiasmo,
mediante la oración y los sacramentos; seguirlo es estar en marcha con él y
dispuesto a ir adonde él va; pero sobre todo es ir detrás de él, no por delante, con
toda la ilusión del mundo y con todas las consecuencias. El que abre camino es él y
nosotros seguimos sus huellas. Esto es lo que tenía que aprender bien Pedro y los
demás discípulos,… y también nosotros, especialmente los llamados al sacerdocio.
Tomar la cruz es la consecuencia vinculada directamente al seguimiento radical: “Si
uno quiere seguir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, y coja su cruz y me
siga” (Mc 8,34) y ha sido ejemplificada particularmente en la escena del Cirineo que
“tomó la cruz de Jesús” (cf. Mc 14,21; Mt 27,32) y lo siguió. Tomar la Cruz implica
un cambio de vida continuo de renuncia a uno mismo para entregarse a la persona
de Jesús y seguir sus huellas en una trayectoria de vida, marcada por los pasos que
él nos ha trazado para anunciarnos el Reino de Dios, hasta dar la vida por su
causa.
Mas la referencia personal a Jesús acompaña a los dos verbos. No se trata de ir a la
deriva por el mundo sino con Él y detrás de Él, siguiendo sus pasos, sus
enseñanzas, su evangelio y con Su cruz. No nos inventemos más cruces ni
sacrificios, pues bastantes cruces hay ya en nuestro mundo. Sólo debemos abrir los
ojos para percibirlas y allí actuar como Cirineos. Tanto la cruz como el seguimiento
radical no se pueden entender bien si no van acompañados de un profundo amor a
Jesús y de una gran alegría por ir con él. Por amor a Jesús, a quien seguimos con
su cruz, hemos de mirar a los que entre nosotros llevan la cruz: los enfermos y
ancianos, los refugiados e inmigrantes, los pobres y indigentes, los condenados a
una muerte lenta por carencia de medios de vida en un planeta que podría
alimentar a otra humanidad más que hubiera, los niños abandonados, explotados y
maltratados, los eliminados antes de nacer, las mujeres maltratadas o golpeadas,
los marginados y descartados del mundo. Tomemos estas cruces como nuestras por
amor a Jesús para que nuestra fe se avive y nuestro seguimiento como discípulos y
discípulas sea más fiel. Así surgirán más vocaciones de total consagración a Dios en
el seguimiento de Jesucristo, tanto en sacerdocio ministerial como en la vida
religiosa.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura