Domingo XXVII del Tiempo Ordinario/B
(Gn 2, 18-24; Heb 2, 9-11; Mc 10, 2-16)
El evangelio de hoy nos muestra una disputa, la del divorcio, tal como se
configuraba en el judaísmo del tiempo de Jesús: los fariseos ponen a prueba a
Jesús preguntándole qué pensaba sobre el divorcio y si era lícito repudiar a una
mujer. Jesús hace una interpretación profética del amor matrimonial partiendo de la
creación, que todos hemos estropeado con nuestros intereses, división de clases y
de sexo. Y es que el garante de la felicidad y del amor es el mismo Creador, quiere
decirnos Jesús.
El matrimonio es compartir el poder de Dios de comunicar vida a otros; por lo
tanto, tiene una naturaleza religiosa. De ahí que Cristo en el evangelio defienda
esta característica del matrimonio, prohibiendo el divorcio que nunca entró en los
planes de Dios. Ante la pregunta sobre el divorcio, Jesús apela a la voluntad original
de Dios respecto al matrimonio: lo que Dios ha unido, lo que desde el principio ha
sido el plan de Dios, no puede depender de las evoluciones sociales o de los
intereses o de la veleidad de unas personas. Según el Deuteronomio, el marido, en
determinadas circunstancias, podía repudiar a su mujer. La mujer no parece tener
ese “privilegio” (mientras que Jesús sí contempla, aunque para condenarla
igualmente, la misma posibilidad por parte de ella). La voluntad de Dios había sido
la igualdad y dignidad de la mujer y la estabilidad de la familia.
Nuestra opinión y nuestra práctica respecto a la fidelidad matrimonial y al divorcio,
no depende de unas estadísticas, o de unas costumbres más o menos aplaudidas
por los medios de comunicación, ni de unas leyes civiles que pueden despenalizar o
facilitar situaciones que la ley de Dios no aprueba (divorcio, aborto). La
indisolubilidad matrimonial no la ha decidido la Iglesia (como, por ejemplo, el
celibato de los sacerdotes en la Iglesia latina), sino Dios.
Eso sí, con todo el respeto a la conciencia y a las circunstancias de cada pareja, que
pueden ser en verdad difíciles. Muchos matrimonios andan a la deriva o se han
roto, en parte debido a la poca madurez y preparación que algunas parejas llevan
al matrimonio, y que provoca que la Iglesia, en ocasiones, declare la “nulidad de
ese matrimonio” por sus defectos de raíz (que no es lo mismo que conceder el
divorcio). La dificultad en aceptar esta doctrina puede deberse también a la
sensibilidad que nos transmite nuestra sociedad de consumo: “usar y tirar”, cambio
de sensaciones, búsqueda de nuevas satisfacciones. Esto hace que se deteriore
notablemente la capacidad del amor total, de la entrega gratuita y estable, del
compromiso de por vida, y esto tanto en la vida matrimonial como en la de los
religiosos y sacerdotes.
Nuestra postura ante este tema debe ser la de Cristo. Esta es una de las ocasiones
en que notamos que ser cristiano es exigente y que nos pide renuncias, porque nos
propone valores superiores al mero hecho de satisfacer nuestros gustos. El amor
matrimonial es presentado en la Biblia como un signo sacramental muy expresivo
del amor de Dios a la humanidad y de Cristo a su Iglesia.
Tiene que quedar claro hoy lo siguiente: el matrimonio, todo matrimonio, es el
derecho natural del hombre y de la mujer a casarse; derecho natural que, por ser
Dios el fundador, es de derecho divino y tiene naturaleza religiosa . Derecho
divino en que, por ser de Dios, Dios manda, dispone y gobierna. O lo que es
maravilloso: el matrimonio es uno, fiel, irrompible, irrepetible, inseparable,
vitalicio…como el amor, como la vida, como Dios. Ni siquiera los casados por lo civil
tampoco deberían divorciarse. Si se casaron porque su conciencia les dio el visto
bueno, sin impedimento dirimente alguno que obstaculizara la validez del
matrimonio, si su voluntad fue casarse de una vez por todas y para siempre…no
hay divorcio que valga.
Señor, Padre santo, Dios omnipotente y eterno, te damos gracias y bendecimos tu
santo Nombre: tú has creado al hombre y a la mujer para que el uno, sea para el
otro, ayuda y apoyo.
Acuérdate hoy de nosotros. Protégenos y concédenos que nuestro amor sea
entrega y don, a imagen de Cristo y de la Iglesia. Ilumínanos y fortalécenos en la
tarea de la formación de nuestros hijos, para que sean auténticos cristianos y
constructores esforzados de la ciudad terrena. Haz que vivamos juntos toda nuestra
vida, en alegría y paz, para que nuestros corazones puedan elevar siempre hacia ti,
por medio de tu Hijo en el Espíritu Santo, la alabanza y la acción de gracias. Amén.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)