DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B
Gn 2, 18-24; Sal 127; Hb 2, 9-11; Mc 10, 2-16
Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta
cuestión: "¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?". El les respondió: "¿Qué es
lo que Moisés les ha ordenado?". Ellos dijeron: "Moisés permitió redactar una
declaración de divorcio y separarse de ella". Entonces Jesús les respondió: "Si
Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero
desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre
dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos no serán sino una
sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no
separe lo que Dios ha unido". Cuando regresaron a la casa, los discípulos le
volvieron a preguntar sobre esto. Él les dijo: "El que se divorcia de su mujer y se
casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su
marido y se casa con otro, también comete adulterio". Le trajeron entonces a unos
niños para que los tocara, pero los discípulos los reprendieron. Al ver esto, Jesús se
enojó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque
el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no
recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él". Después los abrazó y los
bendijo, imponiéndoles las manos.
Este domingo, las lecturas nos presentan el sentido y significado del matrimonio,
sacramento cristiano, unión indisoluble de un hombre y una mujer, que fueron
creados para ser “una sola carne”, tal como nos lo dice Jesús en el Evangelio. El
matrimonio -fundamento de la familia- no es una «forma de vivir la sexualidad en
pareja», como en estos tiempos la sociedad nos lo pretende hacer creer, tampoco
es simplemente la expresión de un amor sentimental entre dos personas. El
matrimonio es más que eso: es una unión entre una mujer y un varón,
precisamente en cuanto tales, diferentes y complementarios, y en la totalidad de su
ser masculino y femenino. Esta unión sólo puede ser establecida por un acto de
voluntad libre de los contrayentes, cuyo contenido específico viene determinado por
la estructura del ser humano, mujer y varón: recíproca entrega y transmisión de la
vida.
Las palabras de Cristo que van dirigidas a los fariseos se refieren al matrimonio
como sacramento, o sea, a la revelación primordial del querer y actuar salvífico de
Dios desde el principio, en el misterio mismo de la creación. En virtud de este
querer y actuar salvífico de Dios, el hombre y la mujer, al unirse entre sí de manera
que se hacen «una sola carne» (Gén 2, 24), estaban destinados, a la vez, a estar
unidos como hijos de Dios. Esta unidad y comunión de personas, a semejanza de la
Santísima Trinidad (Padre, Hijo, Espíritu Santo), está reflejada en las palabras de
Cristo, que se refieren al matrimonio como sacramento primordial y, al mismo
tiempo, confirman a este sacramento como la base del misterio de la redención. Por
eso Cristo ante sus interlocutores confirma el matrimonio como sacramento
instituido por el Creador desde el principio —y en conformidad exige y manifiesta su
indisolubilidad—, con esto mismo abre el matrimonio a la acción salvífica de Dios, a
las fuerzas que brotan de la redención del cuerpo y que ayudan a superar las
consecuencias del pecado original y a construir la unidad del hombre y de la mujer
según el designio del Creador. Tertuliano escribe al respecto: “…¿De d￳nde voy a
sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha del matrimonio que
celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición? Los ángeles lo
proclaman, el Padre celestial lo ratifica... ¡Qué matrimonio el de dos cristianos,
unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo
servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los
separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en
una sola carne…” (Tertuliano, Ad uxorem, 2,9).
En el Evangelio, Cristo, además de hacer referencia al carácter indisoluble del
matrimonio, nos hace presentes conclusiones de naturaleza ética: ᆱ…El que repudia
a su mujer y se casa con otra, adultera contra aquélla, y si la mujer repudia al
marido y se casa con otro, comete adulterio…ᄏ. Se puede afirmar que de este modo
la redención se le da al hombre como gracia de la nueva alianza con Dios en Cristo,
y como forma de la moral correspondiente a la acción de Dios en el misterio de la
redención. Si el matrimonio como sacramento es un signo eficaz de la acción
salvífica de Dios «desde el principio», a la vez este sacramento constituye también
una exhortación dirigida al hombre, varón y mujer, a fin de que participen con
plena conciencia en la redenci￳n del cuerpo. En palabras de San Juan Pablo II: ᆱ…El
matrimonio —según las palabras de Cristo— es sacramento desde «el principio»
mismo y, a la vez, basándose en el estado pecaminoso «histórico» del hombre, es
sacramento que surge del misterio de la ᆱredenci￳n del cuerpo…ᄏ (Juan Pablo II, La
sacramentalidad del matrimonio a la luz del Evangelio, 24 de noviembre de 1982,
n. 4).
El Evangelio, en líneas finales, nos pone frente a la figura del ni￱o: "…Dejad que los
ni￱os se acerquen a mí…". Los ni￱os representan la más clara actitud anti-farisaica:
no tienen posiciones que guardar, ni prestigio que mantener, ni privilegios que
defender. Están preparados para escuchar a quien les hable. Al igual que los
pobres, están disponibles a los cambios. Poseen algo fundamental que los distingue
de los adultos: están dispuestos a recibir lo que se les da; y el reino de Dios es don,
no conquista personal. El que se cree justo, el que invoca sus propios intereses y
méritos, queda excluido. Los niños se dejan guiar, tienen el don de vivir el
momento presente. Poseen la sencillez de la mirada y del corazón; al llegar lo
nuevo, lo miran, se acercan y lo aceptan. Por ello, la invitación de Cristo a tener un
corazón de niño, no un corazón endurecido por los egoísmos o afanes personales.
Al respecto nos dice San Beda: “…Es decir, no podréis entrar en el reino de los
cielos, si no tenéis la inocencia y pureza de ánimo del niño. O bien: debemos recibir
el reino de Dios, esto es, la doctrina del Evangelio como el niño; porque el niño,
cuando aprende, no contradice ni se opone con discursos al que le enseña, sino que
recibe con fe lo que le enseña, obedeciendo con temor. Así nosotros debemos
recibir la palabra de Dios obedeciendo sencillamente y sin ninguna contradicci￳n…”
(Beda, in Marcum, 3, 40).
Pbro. Oscar Balcázar Balcázar