VIGÉSIMO NOVENO DOMINGO ORDINARIO, CICLO B
(Isaías 53:10-11; Hebreos 414-16; Marcos 10:35-45)
Todos nosotros estuvimos horrorizados con la noticia. Hace dos semanas aviones
de los Estados Unidos bombearon un hospital en Afganistán. Veintidós personas se
quedaron muertas. Después de sentirnos el ultraje queríamos preguntar: ¿por
qué? Si fue un ataque deliberado, nos interesaría el motivo. Preguntaríamos: ¿por
qué la fuerza militar más avanzada del mundo apuntó una institución del bienestar?
Si fue un error, nuestra pregunta es aún más inquietante: ¿por qué Dios permitiría
la destrucción de tantas gentes de buena voluntad? Hemos regresado a la crítica
primordial de los escépticos.
En faz de una atrocidad como el genocidio en Ruanda o una calamidad como el
tsunami en el Océano Indiano, la gente siempre ha dudado la existencia de un Dios
justo. Los teólogos proponen varias defensas para ayudarnos seguir creyendo.
Una es que los acontecimientos malos resultan como castigo para el pecado
humano. Otra es que vienen por el libre albedrio que el hombre abusa. Aún otra
es que en el plan de Dios el sufrimiento iniciará un mayor bien.
Tan suficientes que sean estas defensas de Dios, no superan la respuesta
transmitida en las lecturas de la misa hoy. Dice la segunda lectura de la Carta a los
Hebreos que el Hijo de Dios vino al mundo para compartir en los dolores humanos.
De hecho, él aguantó aún más indignidad que nosotros. Pues aunque era inocente
de todo crimen, él sufrió el suplicio del criminal más despreciable. Quizás esta
explicación no satisfaga la mente, pero alivia el corazón. Todos sabemos que la
vida puede ponerse dura. Para algunos les parece como una lucha continua. Ya
nos damos cuenta que nuestro sufrimiento no es necesariamente la recompensa de
nuestra culpa. Pues Jesucristo, tan bueno como la lluvia regando el campo,
también conoce el dolor.
El Hijo vino al mundo para anunciar el amor de Dios. Quería servir a la humanidad
por mostrar el afecto del Padre con curas, predicas, e invitaciones. Siempre tenía
paciencia con la gente como muestra a Santiago y Juan en el evangelio. Después
de pasar mucho tiempo con Jesús estos dos deberían saber que no le importa
preguntas como quienes tienen los puestos más altos en el cielo. Sin embargo, le
piden que se los conceda a ellos mismos. Jesús no les reprocha por la despliegue
de la ambición. Más bien, la convierte en un momento de profundización. Les
pregunta si pueden sufrir la prueba que él va a soportar. Cuando dicen que sí, les
confirma la invitación a servir junto con él.
Se nos extiende esta misma invitación. Estamos llamados a servir a los demás por
vivir el amor en nuestras vidas diarias. Un modo palpable de llevar a cabo esta
misión es sufrir sin quejarse. Hay personas con cáncer consumiendo sus huesos
que dicen que su dolor no es nada en comparación a lo de Jesús. Cuando nosotros
mostramos tal fortaleza, la gente comienza a pensar. Dándose cuenta de nuestra
fe, quieren conocer de dónde viene su fuerza. Se preguntan a sí mismos si no
podrían vivir con tal paz más cerca del Señor.
Tan bueno que sea ayudar a los demás profundizar su relación con el Señor, Jesús
nos invita a contribuir un aporte aún más profundo. La Carta a los Colosenses tiene
a Pablo diciendo: “…me alegro en medio de mis sufrimientos por ustedes, y voy
completando en mí mismo lo que falta de las aflicciones de Cristo, en favor de su
cuerpo, que es la iglesia” (Colosenses 1,24). Esto significa que nuestro sufrimiento
supera ser meramente ejemplos de la gracia de Cristo. Más bien, participamos
directamente en su eficaz. Es posible porque por el bautismo somos unidos con
Cristo. Nos hemos hecho en su cuerpo de modo que lo bueno que hagamos y lo
malo que suframos se acrediten como dignos de la salvación del mundo.
El padre Horace McKenna sirvió como cura jesuita en el barrio de Washington. Por
haber ayudado a los indigentes por a￱os gan￳ la fama como “amigo de los pobres”.
Mostró su preocupación particularmente una noche. Como anciano de casi ochenta
años dejó la rectoría para dormir en el refugio para los desamparados. Quería
conocer sus experiencias y sufrir sus dolores. Sí, fue sólo una experiencia breve. A
lo mejor su superior no le habría permitido pasar más tiempo en las calles. Pero
sirve como ejemplo de la gracia del Hijo de Dios. Él hizo posible que nuestro dolor
sea convertido en algo profundamente valioso por haberlo aceptado como lo suyo.
Él ha aceptado nuestro dolor como lo suyo.
Padre Carmelo Mele, O.P.