XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
¡Ten misericordia!
A las puertas del año de la Misericordia, en el Evangelio de hoy resuena la súplica
de un mendigo ciego que implora misericordia. Es el episodio del encuentro de un
mendigo ciego con Jesús en Jericó (Mc 10, 46-52). El ciego se llamaba Bartimeo,
era un marginado que estaba sentado junto al camino y que encontró en Jesús la
salvación que cambió su vida, pues se puso en marcha siguiendo a Jesús por el
camino tras haber conseguido una nueva visión rehabilitadora de la vida. La
realidad histórica acontecida en este episodio así como su importancia significativa
simbólica y teológica desde la narración de Marcos constituyen dos elementos
dignos de consideración para fundamentar, en el encuentro personal con Cristo a
través de esta palabra evangélica, un motivo de ánimo y esperanza que nos saque
de cualquier estado de paralización, de ceguera y de miseria.
El análisis de la historicidad de esta escena evangélica, siguiendo la diversidad y
convergencia de los criterios actualmente vigentes en el estudio científico de los
evangelios, permite reconocer que la curación del ciego Bartimeo es un relato, con
toda probabilidad, de carácter histórico. A esta conclusión se puede llegar si se
tiene en cuenta la referencia por duplicado a un beneficiario concreto (el hijo de
Timeo), la vinculación precisa de este hombre al lugar de la salida de Jericó, la
mención explícita de dos expresiones en lengua aramea (el nombre Bartimeo y el
tratamiento de Jesús como Rabuni -maestro-) y, sobre todo, la concepción arcaica
del taumaturgo, Jesús, como Hijo de David. Este último dato es, según el gran
investigador histórico del Nuevo Testamento, J.P. Meier, y tal como apunta R.
Aguirre, la reliquia de una cristología judía muy primitiva que no tuvo éxito después
en la tradición cristiana pero refleja el estadio antiquísimo de su origen judío
palestinense. Esta tradición atribuía a Salomón, el verdadero hijo de David, una
gran reputación como exorcista y sanador, que se remontaría hasta el siglo I d. C.,
según se deduce tanto del historiador Flavio Josefo como del escrito apócrifo tardío,
el Testamento de Salomón. Por tanto se podría tratar de una alusión que tendría su
contexto originario en la misma época del Jesús histórico.
En los tres evangelios sinópticos se repite el grito del ciego, donde se invoca la
misericordia de Jesús, el Mesías davídico, con la súplica heredada en nuestra
tradición litúrgica del “Kyrie eleison” (Señor, ten piedad). Marcos destaca que los
discípulos son mediadores del encuentro entre el ciego y Jesús por encargo de este
último. La misión dada por el Señor a todo discípulo es ser mediador del encuentro
de Jesús con los necesitados, dando ánimo, levantando a los marginados y
haciéndoles percibir la llamada de Jesús, que siempre escucha el clamor del pobre y
del mendigo. También destaca Marcos que la respuesta del ciego a esta llamada es
extraordinaria, pues, tirando el vestido y brincando, fue al encuentro de Jesús. El
que era mendigo y ciego recupera la dignidad, la libertad y la alegría incluso antes
que la vista, pues se ha encontrado con el Jesús de la misericordia entrañable de
Dios. La fe ciega en Jesús se manifiesta en todo el proceso. Y esa fe conduce al
camino de la salvación, prometido por Dios en Jeremías (Jr 31,7-9) para cojos y
ciegos, que eran exponentes de la población de los indigentes en un pueblo
oprimido, pero llamado por Dios al consuelo, a la libertad y a la alegría exultante.
Por eso la trascendencia de este milagro de Jesús radica en su profundo significado
desde la fe cristiana. En la presentación evangélica de este encuentro liberador del
ciego con Jesús es fácil percibir la connotación de una catequesis bautismal. La
recuperación de la vista se vincula al bautismo como iluminación de la vida y el
abandono del manto por parte del ciego representa la ruptura con el pasado para
comenzar una vida nueva. La correlación existente entre el oír y el creer del ciego,
y, a partir de su encuentro personal con Jesús, la recuperación de la visión y el
ulterior seguimiento de Jesús en su camino a Jerusalén, convierten al ciego
Bartimeo en otro prototipo del auténtico discípulo y seguidor de Jesús.
También hay que destacar el énfasis de Marcos en el papel mediador de los
discípulos, que, siguiendo la indicación de Jesús, llaman al ciego dándole ánimo
para encontrarse con el Señor. Así se dibuja también en el evangelio la misión
mediadora de la Iglesia atenta a las personas que, como el mendigo ciego, sufren
enfermedades, ceguera física y espiritual, marginación, desempleo forzoso y
pobreza. Hacia todas ellas los creyentes estamos llamados a decir una palabra de
aliento y de esperanza, abriendo caminos inéditos de solidaridad, que conduzcan al
encuentro salvador con Jesús. “¡Ánimo, levántate!” debe ser también nuestra
palabra en este momento crítico de la historia. Nuestra sociedad está también un
poco ciega. Como creyentes hemos de activar también una respuesta múltiple en la
Iglesia para que ejerza su verdadera misión mediadora, que permita dar una nueva
visión de la situación de pobreza, de miseria y de marginación que predomina en
nuestro mundo. Es preciso el análisis riguroso, la toma de conciencia de la situación
crítica, la intervención solidaria amorosa y rehabilitadora de la dignidad de los
últimos, de los ninguneados y de los marginados.
Además, en el evangelio de Marcos este relato es la conclusión de una sección más
amplia (Mc 8,22-10,52). En ella Jesús ha enseñado que el camino del Mesías pasa
por el rechazo de parte de las autoridades, por la cruz y por la incomprensión de los
mismos discípulos al oír los anuncios de la pasión. Jesús reprocha a los discípulos
su ceguera y su incapacidad para comprender el sentido de su persona y de su
camino. Entre el Mesías del servicio hasta la cruz del que habla Jesús y el Mesías
convencional del poder esperado por los discípulos existe un abismo. La pregunta
de Jesús a los hijos de Zebedeo y al ciego de Jericó es la misma: «Qué quieres que
haga por ti?» (Mc 10,36.51), pero la respuesta es radicalmente opuesta. Los
primeros manifiestan su obcecación por aspirar a los primeros puestos del escalafón
y su comprensión de Jesús en clave de poder, mientras que el ciego Bartimeo
muestra su fe y su comprensión de Jesús como Mesías del servicio que tiene
potestad para darle una nueva visión e introducirlo en un nuevo camino vital que le
llevará al seguimiento de su mismo camino de servicio y de entrega a los demás.
Nos podríamos preguntar cuál sería nuestra respuesta personal a esa interpelación
de Jesús.
La carta a los Hebreos (Heb 5,1-6), sigue exponiendo los elementos del sacerdote
supremo que es Cristo como mediador entre Dios y los hombres. El primer rasgo
del sacerdocio de Cristo es su profunda solidaridad con los seres humanos, sus
hermanos, con cuyas debilidades ha de ser siempre indulgente y compasivo, tal
como muestra Jesús en el milagro de la curación del ciego. La máxima debilidad del
hombre es el pecado, por el cual el sacerdote ha de ofrecer el sacrificio a Dios. La
solidaridad y la indulgencia con la debilidad humana requieren en el sacerdote una
gran humildad. El texto es aplicado a Cristo, Sumo Sacerdote, pero también tiene
su consecuencia en la vivencia del sacerdocio ministerial. Un sacerdote no es más
que otra persona, sino uno más entre los demás, un verdadero hermano solidario,
no pertenece a ninguna casta, ni heredada ni conquistada por carrera eclesiástica.
En todo caso el sacerdocio es el don de una llamada de Dios, el cual confiere la
dignidad sacerdotal mediante una ofrenda existencial, celebrada en la Eucaristía de
la ordenación sacerdotal y que no tiene nada que ver con ritos ni ofrendas, sino con
la entrega de la propia vida. La alusión a la Pasión de Cristo (Heb 5,7-10) revela
que la ofrenda de la vida en el sufrimiento y mediante la oración fue aceptada por
Dios y por eso la Pasión de Cristo es su consagración sacerdotal. El sacerdocio
ministerial participa de esta misma gracia sacramental, pues la comunión con el
sacerdocio de Cristo se va realizando en la vida mediante la transformación
existencial de los sacerdotes, sobre todo cuando éstos aprenden la voluntad de Dios
en la escuela del dolor humano y de la solidaridad con sus hermanos crucificados
convirtiéndose para todos en mediadores de los dones divinos. De estos dones, a la
luz del evangelio de hoy, se pueden resaltar la dignidad, el consuelo, la libertad y la
alegría.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura
Pbro. Oscar Balcázar Balcázar